La brutalidad no es lo sistemático, sino mentir sobre ella

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Robert Fisk
La Jornada

Siempre recordaré al papá de Baha Mousa. En un día opresivamente caluroso en Basora, Daoud Mousa me habló de la muerte de su hijo, y me comentó que sólo seis meses antes, la esposa del joven falleció de cáncer. Ahora los hijos de Baha son huérfanos. No hacía mucho, el ejército británico había arrestado a Baha Mousa y lo golpeó hasta matarlo; eso fue lo que ocurrió. Tiempo después, un funcionario británico llegó a la casa del padre y, sin levantar la mirada del suelo, ofreció dinero en efectivo en un aparente intento de disculparse.
¿Qué cree usted que debí haber hecho?, me preguntó Daoud. Le dije que consiguiera un abogado. Que contactara a Amnistía Internacional y a Human Rights Watch. Que me dejara escribir sobre ello. Cuando llamé a la base militar británica del aeropuerto de Basora, un oficial se rió de mí. Comuníquese con el Ministerio de Defensa, me dijo con displicencia. No le importaba.
Pasé años en Belfast y siempre me topé con esa brutalidad arrogante, indiferente y sin compasión del ejército británico. Siempre era lo mismo. Terroristas. Propaganda terrorista. La disciplina de los miembros de pelotones británicos era extraordinaria y estaban bajo enorme presión, etcétera, etcétera, etcétera.
Después, cuando aparecían las evidencias, demasiado frescas y demasiado comprometedoras, lo que yo obtenía era lo que hoy conocemos como la respuesta Abu Ghraib: Algunas manzanas podridas. Siempre hay algunas manzanas podridas.

Cientos de miles de estupendos soldados británicos que se comportan con valor y cortesía ejemplares y ponen sus vidas en peligro durante 24 horas al día; los lectores encontrarán estas palabras en los diarios de mañana. Ellos fueron las verdaderas víctimas de estas manzanas podridas el Domingo Sangriento, en el que murieron 14 católicos en Derry. Eso fue Baha Mousa en Basora: solamente la la víctima secundaria que por mala suerte estuvo ahí. Debido a que no se les considera víctimas, se puede mentir sobre ellas.

¿De dónde salieron todas estas manzanas podridas?, solía yo preguntar a sus superiores militares, complacientes y cómplices. Recuerdo el día en que el regimiento de Gloucestershire arrasó Belfast, destruyó todas las ventanas de una calle católica antes de volver a Inglaterra. Todo esto era mentira, según los mandos militares. Fue propaganda terrorista, primero, y las manzanas podridas después. Se me preguntó si acaso estaba yo de parte del ERI. Y así siguió. Y siguió.

La brutalidad no era lo sistemático; mentir sobre los hechos lo era tanto en Irlanda del Norte, entre los soldados estadunidenses en las prisiones de Abu Ghraib y Bagram y las cárceles secretas y las supuestas rendiciones de combatientes. Baha Mousa sufrió 93 lesiones graves. Se me dijo insistentemente que hubo una investigación. Sus resultados estaban a punto de llegar a los tribunales.

Ni siquiera el momento en que Baha Mousa fue arrestado fue investigado. El coronel Daoud Mousa, padre de Baha, era un oficial policiaco de alto rango que tenía permiso de las autoridades británicas de usar uniforme y portar un arma, pues se consideraba que no podía ser padre de un terrorista. Él vio a su hijo después de su arresto, recostado en el suelo del hotel en que el joven trabajaba.

Los soldados encontraron algunas armas en el hotel, lo cual era común en casi todos los hogares de Basora. Pero de lo que nunca hablaron los británicos es que Baha dijo a su padre haber visto a varios militares ingleses abrir la caja fuerte del hotel y retacarse los bolsillos de dinero en efectivo.

El coronel Mousa cree que este fue el motivo real por el que su hijo fue asesinado. Baha fue un soplón y atestiguó un robo. El oficial británico en el hotel dijo al coronel que su hijo sería devuelto sano y salvo. Puras mentiras, desde luego. El primer batallón del Regimiento de Lancashire de su majestad, la reina, se encargó de él.

Cuando me entrevisté con uno los compañeros de Baha que habían sido detenidos junto con él, recién liberado por los soldados británicos, el joven me platicó que acababa de perder un riñón a consecuencia del tratamiento que recibió por sus lesiones. Lloraba. Su rostro estaba azul, lleno de moretones. Sí, mi país le hizo esto. Sin comentarios. Comuníquese con el Ministerio de Defensa.

A Baha Mousa le rompieron la nariz. Había sangre en torno a su boca. Tenía las muñecas desolladas. Según su amigo, Baha lloraba y rogaba por su vida mientras se le mantenía encapuchado. Nos pusieron nombres de futbolistas y nos insultaban con ellos mientras nos atacaban, dijo.

Los ingleses hicieron lo mismo en Irlanda del Norte, lo recuerdo. Los católicos me decían que les daban nombres de futbolistas antes de someterlos a golpizas. ¿Algo sistemático tal vez?

“Practicaban kick-boxing y nos pateaban el pecho, entre las piernas y la espalda…”, dijo el amigo de Baha. Él les suplicaba que le quitaran la capucha con la que le cubrían la cabeza porque sentía que se ahogaba. Se rieron de él y lo patearon más.

Los oficiales militares siempre mencionan paralelismos absurdos. Tratamos a los católicos mucho mejor que los soldados franceses trataban a los argelinos, me dijo un oficial. No somos tan malos como Saddam. Me alegro de poder decir que tampoco hemos sido tan malos como Hitler.

Mi papá fue soldado, y era mayor que mi madre; combatió en la tercera batalla de Somme de la Primera Guerra Mundial, en 1918. Él fue parte de lo que se convirtió en el Regimiento del Rey. Gracias a Dios que no fue el de la reina.

© The Independent

Traducción: Gabriela Fonseca

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2011/09/09/opinion/031a1mun


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