Hacer la paz, y que dure

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Análisis | El día después

ETA surgió sobre la herida abierta de un conflicto político que no habían resuelto varias guerras anteriores. Esta confrontación de medio siglo, la más larga, tampoco lo ha arreglado; pero su desactivación es la gran ocasión para lograrlo al fin.

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Ramón SOLA

A las 19.00 del jueves a cualquiera que viva en Euskal Herria le pasó por la cabeza, aunque fuera de modo fugaz, la película de su propia vida ligada a un conflicto armado que ha afectado dramáticamente a muchos, pero además ha salpicado a todos. Si alguien lo esperaba, no hubo salvas como al final de las guerras, ni fuegos artificiales como en las fiestas, ni cláxones como tras las victorias futbolísticas. Y es que la vida y la batalla política siguen, aunque con una diferencia absolutamente trascendental: nadie tendrá que morir ni matar por ella. Es el primer día del futuro.
El nuevo presidente de Confebask, Miguel Angel Lujua, ha explicado que canceló un viaje de trabajo nada más conocer la noticia. El jugador del Athletic Ander Herrera cuenta que fue el primero en enterarse cuando iban en autocar a San Mamés e informó a sus compañeros. El dirigente del PSE Jesús Eguiguren relata que lo escuchó por la radio en el coche y que su mujer le regaló un ramo de flores. No es difícil imaginar a cientos de vascos más siguiendo también la noticia sin perder detalle a través de las ondas, pero no en un automóvil en la calle sino en la soledad de sus celdas, muy lejos de casa. El de anteayer fue uno de esos momentos que todos y cada uno archivamos en la memoria para toda la vida en primera persona: dónde estábamos, qué hacíamos, qué sentimos, qué dijimos, quién se nos vino a la ca- beza antes que nadie…
Las portadas de la prensa de ayer dan fe también de que efectivamente fue un día histórico. Sin embargo, no se encontrarán en ellas fotos de celebraciones grandilocuentes, ni siquiera en el ámbito político, donde sólo los dirigentes del PNV optaron por retratarse exultantes (el resto compareció con una media sonrisa en el mejor de los casos, y algunos ni siquiera eso). Es lógico si se repara, por un lado, en la pesadísima carga de los más de 1.300 muertos por la confrontación armada, acumulados en los dos bandos y también en la sociedad civil, tanto por la acción de ETA como por la represión estatal en estos 50 años, lo que hace que prácticamente nadie en este país haya podido dejar de sentirse afectado por la violencia. Pero es lógico, sobre todo, porque quien más quien menos entiende que la solución final, la que permitirá realmente pasar páginas, aún está lejos en el tiempo. «Esto todavía será largo», es la impresión unánime que refieren en privado políticos muy diferentes.

En cualquier caso, el de ayer es el primer día del futuro. Un futuro en el que probablemente nadie en Euskal Herria tendrá que volver a morir, ni a matar, por el conflicto político. Ésa es una inmensa novedad en los últimos 200 años en este país y un primer paso para que efectivamente un día más o menos lejano haya un final que celebrar abiertamente y sin excepción.

Para lograrlo, el primer riesgo a esquivar es el de despistarse en cuestiones no urgentes, como la construcción del famoso «relato» de estos años. Por muy sonrojantes que suenen palabras como las de Rubalcaba ayer («la historia la escriben los que hemos ganado»), en las que hasta la discordancia sintáctica delataba la falsedad del argumento («aunque la escriban otros, hemos ganado nosotros», parece decir), el debate sólo sirve para perder tiempo, porque pertenece al terreno de la propaganda y no al de las soluciones. La historia de este contencioso político no se puede siquiera relatar por una razón muy simple: no ha terminado. Y la trayectoria de ETA, en consecuencia, sólo podrá medirse del todo el día en que eso ocurra.

El camino que queda tiene básicamente dos estaciones. La primera es lograr la paz; la segunda, hacer que sea duradera.

El concepto de que la paz es un simple sinómino de ausencia de violencia de ETA es el primer mito a derribar. Hoy día toda la comunidad internacional acepta que la de Euskal Herria era la última confrontación armada de Europa, pero no sabe que la represión contra la disidencia vasca sigue siendo hoy mismo la mayor violencia política de Europa. Quien estos días ha seguido casos de audiencia masiva tan truculentos como los de los niños desaparecidos en Córdoba o el de Marta del Castillo, o en su día el de la mujer desaparecida en Aiegi o el de Nagore Laffage, constata con cierta sorpresa que efectivamente sí hay un Estado de Derecho -con sus garantías escrupulosas para sospechosos, deteni- dos y presos- que en ningún caso rige para los vascos, aunque las imputaciones que se les dirija sean mucho más leves o directamente inventadas. Hace falta la paz verdadera, por tanto, la paz completa, sin excepciones ni lagunas ni zonas oscuras.

Y después será hora de lograr que sea duradera, como subrayó la Declaración de Aiete. A favor de los vascos juega el hecho de que la desmemoria extendida en el Estado español no es tal en el resto del mundo, donde saben perfectamente que un dictador como Franco perduró 40 años siendo combatido casi en solitario por ETA y dejó su sello marcado y bien marcado sobre el estatus posterior.

ETA surgió sobre la herida abierta de un conflicto político que no habían resuelto varias guerras anteriores (las carlistas, la del 36…). La confrontación de 50 años, la más larga de estos siglos, entre esta organización y los estados tampoco lo ha arreglado; su desactivación sí es una gran ocasión de lograrlo.

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