China y la crisis

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Guillermo Almeyra
La Jornada

La economía global está en crisis, pero no tiene los mismos efectos ni las mismas características y alcances en cada uno de sus principales componentes.
La economía de Estados Unidos, por ejemplo, ha tenido una leve recuperación, que se refleja en una pequeña reducción del número de desocupados, en una mayor producción industrial y en un poco más de ventas en el mercado de las viviendas nuevas y usadas. El dólar sigue siendo sostenido por el esfuerzo chino, por la compra china de bonos del Tesoro estadunidense, por las inversiones chinas, por las enormes ganancias que obtienen las empresas estadunidenses que desde China operan en todo el mundo y que, transformadas en dólares, retornan a Estados Unidos.
Cuando Estados Unidos se retira derrotado de Irak y derrotado también negocia en Afganistán con los talibanes y corre el riesgo de un golpe militar nacionalista y pro chino en Pakistán, esta gran dependencia de lo que hace Pekín obliga a Washington a la prudencia en extremo Oriente: por eso en Corea del Norte ladra mucho pero no muerde y en Taiwan-Formosa coincide con China en celebrar la victoria del candidato presidencial del Kuomintang, partidario de las negociaciones con Pekín, frente a los independentistas, los cuales habrían reavivado el conflicto entre la isla y China continental.

La Unión Europea, en cambio, va hacia una recesión, e Italia y España, por no hablar de Grecia y Portugal, ya están en ella. La casi segura derrota de Nicolas Sarkozy en las próximas elecciones francesas atemoriza y tiene en zozobra continua al capital financiero, esa tímida gacela. Japón no se repone del golpe de Fukushima. Y algunos países llamados emergentes (en realidad, países dependientes), como Brasil o Argentina, tienen economías que siguen creciendo, pero a un ritmo mucho más lento, y ven aumentar las tendencias (hasta ahora reprimidas) a descargar sobre el vecino sus problemas (como se ve en la disputa entre Argentina y Brasil, los dos principales miembros del Mercosur, en torno a las barreras a los productos industriales).

China, por último, la segunda economía internacional en orden de importancia y la más dinámica, debe intentar resolver en el próximo congreso del Partido Comunista cuál será el rumbo que seguirá el país en los próximos años. Ahora bien, como se sabe, ese partido agrupa a la mayor parte de los millonarios y multimillonarios y a la casi totalidad de la burocracia que dirige el país y, por tanto, lo que se decida tendrá enorme influencia en China y en el mundo.

Hasta ahora, la economía china tuvo como centro la exportación. El país explotó a fondo la abundancia de mano de obra campesina, a la que hacía trabajar en condiciones durísimas con salarios bajísimos y a la que controlaba mediante el partido y el Estado –fusionados– sin intermediación de leyes laborales ni de sindicatos. China construye el capitalismo con la sobrexplotación del trabajador, del cual, en términos marxistas, extrae plusvalía absoluta y una tasa de ganancia enorme para las empresas.

Pero la exportación china a Europa disminuyó en 18 por ciento y seguirá reduciéndose, y la leve recuperación industrial estadunidense podría permitir a las compañías locales recuperar parte del mercado, mientras la exportación a los países llamados emergentes no puede compensar esa reducción de las ventas.

China, además, ha debido enfrentar paros contra los despidos en las exportadoras y huelgas y rebeliones ciudadanas contra la insoportable degradación ambiental derivada de que la industrialización se realizó con la idea de que los bienes comunes pueden ser privatizados y de que el costo ambiental es igual a cero. El gobierno, en lugar de reprimir, hizo concesiones. Como consecuencia, hay una constante elevación del valor de la fuerza de trabajo que ha hecho que varias trasnacionales se trasladasen a países como Vietnam o Tailandia, donde los salarios son menores y tampoco hay sindicatos reales.

Por último, para absorber a los más de 200 millones de campesinos desocupados que vagan por los caminos esperando instalarse en alguna ciudad industrial, el país necesita lograr un crecimiento al menos de 8 por ciento en su PIB. Ahora bien, hoy tiene uno de 9.1, pero con tendencia a disminuir. De modo que no puede esperar.

Si orientase su economía hacia el crecimiento del mercado interno –o sea, hacia la elevación de los salarios e ingresos de los campesinos y trabajadores para aumentar el consumo– debería reorientar la industrialización hacia la satisfacción de las necesidades fundamentales postergadas, movilizando de paso los ahorros nacionales, que son muy cuantiosos. Pero una dependencia del mercado interno –aunque mantuviese un fuerte sector exportador– presupone, en un lapso relativamente corto, más protección ambiental, más y mejores viviendas, más educación y, por supuesto, más democracia (por empezar en las fábricas y en las ciudades), con sindicatos y organismos de regulación. Además, desarrollaría la tecnificación en el campo, desplazando a millones de campesinos y creando una capa de campesinos ricos, lo cual requeriría una firme dirección estatal (partidaria) reformista que diese una importancia fundamental al instrumento estatal y no a la libre empresa y el mercado.

Por consiguiente, es de prever que el congreso presencie el enfrentamiento entre dos tendencias fundamentales: una liberal, que tratará de mantener y desarrollar la política seguida hasta ahora, y otra mucho más centralista y estatista, que buscará el aumento de los ingresos y del consumo interno y, por tanto, tarde o temprano se verá forzada a recurrir al apoyo de los trabajadores de todo tipo que en el comunismo de China son convidados de piedra.

Por supuesto, como en toda discusión importante, siempre puede haber un pantano (o sea, los que están en el centro, entre una u otra posición decisiva) y no está excluida una solución de transición, mediadora.

Falta poco para que se vean las cartas.

Fuente: http://www.jornada.unam.mx/2012/01/22/index.php?section=opinion&article=024a2pol


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