by editor | 27th August 2012 4:00 pm
Cómo un desastre estadounidense allanó el camino al ascenso –y posible caída- de las grandes petroleras en Irak
Greg Muttitt
TomDispatch
Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
En 2011, después de casi nueve años de guerra y ocupación, las tropas estadounidenses finalmente abandonaron Irak. En su lugar ahora las grandes petroleras están presentes masivamente y la producción de petróleo del país, paralizada parcialmente durante décadas, vuelve a crecer. Irak reivindicó recientemente la segunda posicíón en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) superando a Irán, afectado por sanciones al petróleo. Ahora se habla de un nuevo exceso mundial de petróleo. ¿Será que finalmente la misión se ha cumplido?
Bueno, no exactamente. De hecho es probable que cualquier victoria de una compañía petrolera en Irak resulte tan transitoria como el triunfo de George W. Bush en 2003. El motivo principal es una más de esas historias para las cuales los medios dominantes no encontraron el espacio necesario: el papel de la sociedad civil iraquí. Pero antes de contar esa historia, consideremos qué pasa actualmente con el petróleo iraquí y cómo hemos llegado desde las protestas globales de “no a la sangre por petróleo” de 2003 hasta nuestros días.
Para comenzar, hagamos un pequeño marcador de lo que ha ocurrido en Irak desde que las grandes petroleras llegaron hace dos años y medio: la corrupción ha aumentado vertiginosamente; dos compañías petroleras occidentales están siendo investigadas por utilizar o recibir sobornos; el gobierno iraquí está pagando a las compañías petroleras un honorario por barril según los objetivos descabelladamente irreales que han fijado, entreguen o no esa cantidad de barriles; los contratistas están cobrando de más considerablemente por perforar pozos, lo que no les importa a las compañías ya que el gobierno iraquí paga la cuenta.
Mientras tanto, para proteger a los gigantes del petróleo contra el disenso y la protesta, las oficinas de los sindicatos han sido allanadas, sus ordenadores confiscados y el equipamiento destruido, los dirigentes arrestados y procesados. Y eso solo en la parte sur del país rica en petróleo.
En el Kurdistán, en el norte, el gobierno regional otorga contratos en terrenos fuera de su jurisdicción que permiten que el gobierno transfiera su parte en los proyectos petroleros –hasta un 25%– a las compañías privadas que elija. Cientos de camiones cisterna contrabandean a diario el combustible a través de la frontera.
En el Kurdistán, la actitud es por decir lo menos deliberada: las dos familias gobernantes de la región, los Barzanis y los Talabanis, saben que pueden hacer lo que les dé la gana, ya que su milicia Peshmerga controla el territorio. Por el contrario, el gobierno federal del primer ministro Nouri al-Maliki no controla nada. Como resultado, en el resto del país la industria petrolera opera, al estilo de la fiebre del oro, con una ausencia total de supervisión o regulación.
Las compañías petroleras difieren en cuanto al Irak en el cual prefieren operar. BP y Shell han optado por apresurarse a buscar el oro negro en los enormes campos petroleros del sur de Irak. Exxon ha equilibrado los riesgos invirtiendo en ambas opciones. Este verano, Chevron y la compañía petrolera francesa Total eligieron el enfoque kurdo, cambiando campos petroleros más pequeños por mejores condiciones y un poco más estabilidad.
Hay que recordar que la incapacidad del gobierno iraquí no se limita solo al negocio petrolero: el marasmo se cierne sobre todas sus instituciones. Los iraquíes tienen un promedio de solo cinco horas de electricidad diarios, lo que con un calor de 54º grados hace que los estados de ánimo hiervan regularmente. Los dos grandes ríos del país, el Tigris y el Éufrates, que irrigaron la cuna de la civilización hace 5.000 años, se están secando. Esto se debe sobre todo a la incapacidad del gobierno de involucrarse en una diplomacia regional efectiva que controle la construcción de represas río arriba por Turquía.
Después de las elecciones de 2010, los principales políticos del país ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo para formar gobierno hasta que la Corte Suprema iraquí los obligó a hacerlo. Este historial de desventura, junto con la corrupción incontrolada, considerable represión y un renacimiento del sectarismo se puede rastrear hasta las decisiones estadounidenses de los años de la ocupación. Trágicamente, la persistencia de estos males se ha manifestado en la serie reciente de atentados con coches bomba y otros ataques sangrientos.
La pasión de Washington por el petróleo
En el período anterior y durante la invasión, el gobierno de Bush apenas mencionó el petróleo iraquí, y solo lo describía reverentemente como el “patrimonio” de ese país. En cuanto a las razones de la guerra, el gobierno insistía en que apenas se había dado cuenta de que Irak tenía una décima parte de las reservas de petróleo del mundo. Pero mi nuevo libro revela documentos que recibí, marcados SECRET/NOFORN, que describen por primera vez los planes petroleros previos a la guerra elaborados en el Pentágono por el Grupo de Planificación de la Infraestructura Energética (EIPG) del archi-neoconservador Douglas Feith.
En noviembre de 2002, cuatro meses antes de la invasión, ese grupo de planificación presentó una idea novedosa: propuso que cualquier autoridad de ocupación estadounidense no reparara los daños de la guerra causados a la infraestructura petrolera del país, ya que al hacerlo “desalentaría la participación del sector privado”. En otras palabras, sugirió que había que allanar el paisaje de la industria petrolera nacional de Irak para dar cabida a las grandes compañías petroleras.
Cuando el gobierno se preocupó de que esto pudiera desestabilizar los mercados petroleros, EIPG presentó una nueva estrategia según la cual las reparaciones iniciales serían realizadas por KBR, una subsidiaria de Halliburton. Los contratos a largo plazo con compañías multinacionales, otorgados por la autoridad de ocupación de EE.UU. serían el siguiente paso. A pesar del derecho internacional, los documentos del EIPG señalaron alegremente que un procedimiento semejante significaría “una presión a la baja del precio [del petróleo] e impondría preguntas sobre las futuras relaciones de Irak con la OPEP”.
Al mismo tiempo, el grupo de planificación del Pentágono recomendó que Washington declarara que su política no era “prejuzgar las futuras decisiones de Irak respecto a sus políticas de desarrollo del petróleo”. Aquí, por escrito, estaba el modus operandi adoptado en los años siguientes por el gobierno de Bush y las autoridades de ocupación: mentir al público mientras se planificaba en secreto la entrega de Irak a las grandes compañías petroleras.
Resultó, sin embargo, que apareció un pequeño obstáculo en el plan: las compañías petroleras rechazaron la oferta de los contratos otorgados por los estadounidenses, por temor a que fueran desestimados por los tribunales internacionales y resultaran ilegales. Querían que Irak tuviera primero un gobierno permanente elegido que llegara a los mismos resultados. El problema entonces fue cómo conseguir los resultados esperados con los iraquíes nominalmente a cargo. La respuesta: instalar un gobierno amigo y destruir la industria petrolera iraquí.
En julio de 2003, la ocupación estadounidense estableció el Consejo Gobernante Iraquí, un organismo casi gubernamental dirigido por exiliados iraquíes amistosos que habían estado fuera del país durante las décadas anteriores. Serían albergados en un área de Bagdad aislada de la población iraquí mediante muros de hormigón y torres con ametralladoras que se bautizó como Zona Verde. Allí los políticos festejarían despreocupados y haciendo caso omiso de los sufrimientos del resto de la población.
El primer ministro del Petróleo posterior a la invasión fue Bahr al-Uloum, un sujeto que despreciaba abiertamente la experticia petrolera nacional. Se dedicó rápidamente a despedir a los técnicos y gerentes que habían construido la industria después de su nacionalización en los años setenta y que habían mantenido su funcionamiento a pesar de guerras y sanciones. Los reemplazó por amigos y miembros de su propio partido. Un reemplazo típico fue un antiguo cocinero de pizzas.
El daño causado a la industria petrolera excedió todo lo causado por misiles y tanques. Como resultado el país pasó a depender –como esperaba Washington– de la experticia de compañías extranjeras. Mientras tanto, la autoridad Provisional de la Coalición (APC) que supervisó la pérdida por la ocupación de 6.600 millones de dólares de dinero iraquí, sugirió efectivamente que no había que preocuparse de la corrupción. Un documento oficial de la APC de diciembre de 2003 recomendó que Irak siguiera el ejemplo de Azerbaiyán, adonde el gobierno había atraído a las multinacionales petroleras a pesar de una atmósfera de asombrosa corrupción (“gobernanza menos atractiva”) simplemente mediante la oferta de acuerdos altamente lucrativos.
Ahora, tantos años después, la corrupción se ha generalizado y las multinacionales siguen operando sin supervisión, ya que el ministerio está dirigido por otros tantos cocineros de pizzas.
El primer gobierno permanente se formó bajo el primer ministro Maliki en mayo de 2006. En los meses precedentes, los gobiernos de EE.UU. y Gran Bretaña se aseguraron de que los candidatos a primer ministro supieran cuál debía ser su prioridad: promulgar una ley legalizando el retorno de las multinacionales extranjeras –expulsadas del país en los años setenta– para que dirigieran el sector petrolero.
La ley se redactó en unas semanas, se mostró respetuosamente a los funcionarios estadounidenses a los pocos días y a las multinacionales petroleras a continuación. Los miembros del Parlamento iraquí, sin embargo, tuvieron que esperar siete meses para ver el texto.
¿Cuán pasajera será la victoria de las grandes compañías petroleras?
El problema fue que obtener la aprobación del Parlamento resultó mucho más difícil de lo que habían anticipado Washington y sus funcionarios en Irak. En enero 2007, el impaciente presidente Bush anunció el envío de una “oleada” de 30.000 soldados estadounidenses al país, devastado por una sangrienta guerra civil. Los periodistas complacientes aceptaron la historia de una jugada del general David Petraeus para llevar la paz a los iraquíes.
En los hechos, esos soldados fueron la punta de lanza de una estrategia con objetivos mucho menos altruistas: primero, lograr un nuevo trato político entre los aliados de EE.UU., que eran los políticos más sectarios y corruptos de Irak (por lo tanto, con la ironía característica de la política exterior estadounidense, descritos regularmente como “moderados”); segundo, presionarlos para que lograran objetivos políticos fijados en Washington y conocidos como “parámetros”, de los que la aprobación de la ley del petróleo era solo uno del cual se habló realmente: en las videoconferencias quincenales del presidente Bush con Maliki, en las reuniones casi diarias del embajador de EE.UU. en Bagdad y en las frecuentes visitas de altos funcionarios gubernamentales.
Los demócratas, que para entonces se oponían cada vez más a la Guerra de Irak, pero que seguían siendo favorables a las grandes petroleras, colaboraron con el gobierno republicano. Al no haber logrado terminar la guerra, el Congreso nuevamente controlado por los demócratas aprobó una ley de apropiaciones que cortaría los fondos para la reconstrucción de Irak si no se aprobaba la ley del petróleo. Los generales advirtieron de que sin una ley del petróleo el primer ministro Maliki perdería su apoyo. Maliki sabía perfectamente que eso significaría perder su puesto. Y para aumentar aún más la presión, EE.UU. fijó un plazo hasta septiembre de 2007 para aprobar la ley o enfrentar las consecuencias.
Entonces las cosas comenzaron a ir verdaderamente mal para Bush y compañía. En diciembre de 2006, estuve en una reunión en la cual dirigentes de los sindicatos de Irak decidieron combatir la ley del petróleo. Uno de ellos resumió el sentimiento general como sigue: “No necesitamos ladrones que nos devuelvan a la Edad Media”. Y comenzaron a organizarse. Imprimieron panfletos, celebraron reuniones públicas y conferencias, organizaron manifestaciones y vieron el crecimiento del apoyo a su movimiento.
La mayoría de los iraquíes tiene el profundo sentimiento de que las reservas de petróleo del país pertenecen al sector público y deben explotarse en su beneficio, no en el de las compañías extranjeras. Y por lo tanto la oposición se propagó rápidamente y con ella, la cólera popular. Los profesionales del petróleo de Irak y diversos grupos de la sociedad civil condenaron la ley. Los predicadores protestaron en contra en los sermones de los viernes. Hubo manifestaciones en Bagdad y otros sitios, y a medida que Washington aumentaba la presión, los miembros del Parlamento iraquí comenzaron a ver una oportunidad política al alinearse con esa causa cada vez más popular. Incluso algunos aliados de EE.UU. en el Parlamento contaron en confianza a diplomáticos de la embajada estadounidense que votar a favor de la ley equivaldría a un suicidio político.
Al llegar el plazo de septiembre la mayoría del Parlamento se opuso a la ley –una notable victoria para los sindicatos– no se aprobó y todavía sigue sin aprobarse.
A la vista del capital político que el gobierno de Bush había invertido en la aprobación de la ley del petróleo, su fracaso brindó a los iraquíes una idea de los límites del poder de EE.UU., y desde ese momento comenzó a disminuir la influencia de Washington.
Las cosas volvieron a cambiar en 2009 cuando el gobierno de Maliki, ansioso de recibir ingresos del petróleo, comenzó a adjudicar contratos sin que existiera una ley del petróleo. Como resultado, sin embargo, es probable que la victoria de las grandes petroleras sea solo transitoria: los actuales contratos son ilegales, y por lo tanto solo durarán mientras haya un gobierno en Bagdad que los apoye.
Esto ayuda a explicar el motivo por el cual la represión gubernamental contra los sindicatos aumentó una vez que se firmaron los contratos. Ahora Irak muestra señales de un retorno más general al autoritarismo (así como a la violencia destructiva y la posible reanudación del conflicto sectario).
Pero existe otra posibilidad en irak. Años antes de la Primavera Árabe, vi lo que la sociedad civil iraquí puede lograr mediante la organización: impidió que la superpotencia del mundo lograra su principal objetivo y orientó a Irak hacia un camino más positivo.
Desde 2003 los iraquíes han impulsado muchas veces a su país en una dirección más democrática: formando sindicatos en ese año, estableciendo conexiones chiíes-suníes en 2004, promoviendo a políticos antisectarios en 2007 y 2008 y votando por ellos en 2009. Lamentablemente, en cada una de esas ocasiones Washington volvió a empujar al país hacia el sectarismo, la atmósfera en la cual prosperan sus aliados. Mientras los comentaristas de los medios dominantes culpan regularmente a la partida de las tropas de EE.UU. por la reciente escalada de la violencia, sería más exacto decir que la verdadera razón es que no se fueron mucho antes.
Ahora, sin sus tropas y bases, gran parte del peso político de Washington se ha desvanecido. Queda por ver si Irak se orienta hacia una dictadura, el sectarismo o la democracia; pero si los iraquíes comienzan nuevamente a construir un futuro más democrático, EE.UU. ya no estará presente para obstruirlo. Mientras tanto, si emerge una nueva política, es posible que las grandes compañías petroleras descubran que, finalmente, fue una misión no cumplida.
Greg Muttitt es autor de Fuel on the Fire: Oil and Politics in Occupied Iraq (New Press), que acaba de ser publicado, y descrito por Naomi Klein como “nada menos que una historia secreta de la guerra”. Desde 2003 ha trabajado con sindicatos los iraquíes haciendo campaña contra la privatización del petróleo de Irak, sobre todo como codirector de la obra benéfica británica Platform.
Copyright 2012 Greg Muttitt
Fuente: [1]http://www.tomdispatch.com/post/175586/tomgram%3A_greg_muttitt%2C_whatever_happened_to_iraqi_oil/#more[2]
Source URL: https://globalrights.info/2012/08/imision-cumplida-de-las-grandes-petroleras/
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