by editor | 6th January 2013 3:52 pm
Raúl Zibechi | Periodista
De la movilización de las comunidades zapatistas que tuvo lugar el pasado mes de diciembre, cree Raúl Zibechi que los movimientos antisistémicos y anticapitalistas de América latina debieran extraer importantes enseñanzas, con el fin de poder romper el «cerco» del progresismo. Entre ellas, la importancia del compromiso militante o la necesidad de persistir en lo que cada quien cree.
La movilización de las comunidades zapatistas el 21 de diciembre y los tres comunicados del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el 30 del mismo mes fueron recibidos con alegría y esperanza por muchos movimientos antisistémicos y luchadores anticapitalistas en América Latina. De inmediato los medios de comunicación de estos movimientos reflejaron en sus páginas la importancia de la masiva movilización, que se produce en momentos difíciles para quienes siguen empeñados en resistir el sistema de muerte que nos des-gobierna.
Los últimos años han sido especialmente complejos para los movimientos que se empeñan en construir un mundo nuevo desde abajo. En la mayor parte de los países de América del Sur la represión contra los sectores populares no ha cesado, pese a que la mayoría de los gobiernos se denominan progresistas. En paralelo, han puesto en marcha un conjunto de «políticas sociales» destinadas, según dicen, a «combatir la pobreza», pero que en realidad buscan impedir la organización autónoma de los pobres o neutralizarla cuando ya alcanzó cierto grado de desarrollo.
Las políticas sociales progresistas, como bien lo muestran los casos de Argentina, Brasil y Uruguay entre otros, no han conseguido disminuir la desigualdad, ni distribuir la riqueza ni realizar reformas estructurales, pero han sido muy eficaces a la hora de dividir organizaciones populares, introducir cuñas en los territorios que controlan los sectores populares y en no pocos casos desviar los objetivos de la lucha hacia cuestiones secundarias. No han tocado la propiedad de la tierra y de otros medios de producción. Las políticas sociales buscan atenuar los efectos de la acumulación por desposesión sin modificar las políticas que sustentan este modelo: la minería a cielo abierto, los monocultivos, las represas hidroeléctricas y las grandes obras de infraestructura.
Con las excepciones de Chile y Perú, donde la lucha del movimiento estudiantil y la resistencia contra la minería siguen vivas, en la mayor parte de los países la iniciativa ha pasado a los gobiernos, los movimientos antisistémicos son más débiles y están más aislados, y hemos perdido horizonte estratégico. El trabajo territorial urbano, desde el que se lanzaron formidables ofensivas contra el neoliberalismo privatizador, se encuentra en un callejón con difícil salida a corto plazo, toda vez que los ministerios de desarrollo social, de economía solidaria y otros, han comenzado a infiltrarse en los territorios en resistencia con programas que van desde las transferencias monetarias a las familias pobres hasta diversos «apoyos» a emprendimientos productivos. Inicialmente los movimientos reciben estas ayudas con la esperanza de fortalecerse, pero en poco tiempo ven cómo cunde la desmoralización y disgregación en sus filas.
¿Qué puede hacer un colectivo de base cuando levanta un bachillerato popular en un barrio, con enorme sacrificio en base al trabajo colectivo, al observar cómo poco después el Gobierno crea otro bachillerato en las inmediaciones, con mejor infraestructura, cursos idénticos y hasta poniéndole nombres de conocidos revolucionarios? La respuesta es que no sabemos. Que aún no hemos aprendido a trabajar en los que fueron nuestros territorios y ahora son espacios invadidos por legiones de trabajadores y trabajadoras sociales con discursos muy progres, y hasta radicales, pero que trabajan para los de arriba.
El zapatismo ha salido fortalecido de esta política de cerco y aniquilamiento, militar y «social», donde el Estado se empeñó a fondo en dividir a través de «ayudas» materiales como complemento de las campañas militares y paramilitares. Por eso muchos y muchas recibimos con enorme alegría la movilización del día 21. No porque sospecháramos que ya no estaban allí, algo que solo los que se informan por los medios pueden creer, sino porque comprobamos que es posible atravesar el infierno de la agresión militar sumada a políticas sociales de contrainsurgencia. Conocer, estudiar, comprender la experiencia zapatista es más urgente que nunca para los que vivimos bajo el modelo progresista.
Es cierto que el progresismo juega un papel positivo respecto a la dominación yanqui al buscar cierta autonomía para un desarrollo capitalista local y regional. Frente a los movimientos antisistémicos, sin embargo, los que pretenden seguir el camino de la socialdemocracia no se diferencian en absoluto de los gobiernos anteriores. Es necesario comprender esta dualidad dentro de un mismo modelo: la colisión progresista con los intereses de Washington pero dentro de la misma lógica de acumulación por desposesión. En sentido estricto se trata de una disputa por quiénes son los beneficiarios de la explotación y opresión de los abajos, papel en el cual las burguesías locales y los administradores de los partidos de «izquierda» aliados con cierto sindicalismo empresarial, reclaman parte del botín.
El recorrido zapatista nos deja algunas enseñanzas a los movimientos y personas que vivimos «cercados» por el progresismo.
En primer lugar, la importancia del compromiso militante, la firmeza de valores y principios, el no venderse ni claudicar por más fuerte y poderoso que parezca el enemigo y por más aislados y débiles que sean los movimientos antisistémicos en un momento dado.
En segundo, la necesidad de persistir en lo que cada quien cree y piensa más allá de los resultados inmediatos, de los supuestos éxitos o fracasos momentáneos, en coyunturas que muchas veces son fabricadas por los medios. Persistir en la creación de movimientos no institucionalizados ni prisioneros de los tiempos electorales es la única forma de construir con solidez y a largo plazo.
Tercero, la importancia de una forma diferente de hacer política, sin la cual no hay nada más allá de lo mediático, lo institucional o lo electoral. Un intenso debate atraviesa a no pocos movimientos sudamericanos sobre la conveniencia de participar en elecciones o de institucionalizarse de diversos modos, como forma de evitar el aislamiento del trabajo territorial y para ingresar en la «verdadera» política. Los zapatistas nos muestran que hay otras formas de hacer política que no giran en torno a la ocupación de las instituciones del Estado y que consisten en crear, abajo, formas de tomar decisiones en colectivo, de producir y reproducir nuestras vidas en base al «mandar obedeciendo». Esa cultura política no es adecuada para quienes pretenden usar a la gente común como escaleras para aspiraciones individuales. Por eso tantos políticos e intelectuales del sistema rechazan esos nuevos modos, en los cuales deben subordinarse a lo colectivo.
Cuarto, la autonomía como horizonte estratégico y como práctica cotidiana. Gracias al modo como las comunidades resuelven sus necesidades, hemos aprendido que la autonomía no puede ser sólo una declaración de intenciones (por más valiosa que sea) sino que debe asentarse en la autonomía material, desde la comida y la salud hasta la educación y la forma de tomar decisiones, o sea de gobernarnos.
En los últimos años hemos visto experiencias inspiradas por el zapatismo fuera de Chiapas, incluso en algunas ciudades, lo que muestra que no se trata de una cultura política que tiene sólo validez para las comunidades indígenas de aquel Estado mexicano.
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