Egipto: menos democracia, menos revolución, menos laicismo

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Bora S. Kamel

El autor, arabista y experto en Oriente Próximo, analiza la vuelta atrás en la revolución egipcia y a quiénes beneficia el reciente golpe de Estado.

Aceptando el principio de que el proceso desencadenado en enero de 2011 en todo el mundo árabe requiere una larga duración (y el de que siempre hay tiempo en la Historia), debemos atenernos a algún criterio que permita saber cuándo hemos ganado o cuándo hemos sido derrotados o, al menos, cuándo progresamos o cuándo sufrimos un revés.

Que la Historia no se detenga puede resultar consolador, pero no debería inducir la ilusión de que siempre progresa hacia lo mejor; por otra parte, que un pueblo parecido al que derrocó a Moubarak haya derrocado ahora a Mursi no debe hacer creer que todo derrocamiento, con independencia del objetivo y de los medios, es una revolución. El golpe de Estado contra los Hermanos Musulmanes (HHMM) se inscribe en un marco de convulsiones revolucionario pero no por eso es necesariamente revolucionario. Franco –hay que recordarlo cuando se cumplen 77 años del “glorioso alzamiento nacional”– abortó un incipiente proceso revolucionario en España con un golpe militar. También Pinochet.

Más allá de la paradoja de que un mundo dominado por las nuevas tecnologías produzca más movilizaciones físicas que nunca (en Egipto, en Turquía, en Madrid, en Brasil), hay efectos que podemos reconocer como muy antiguos y experiencias que podemos recordar como ya vividas.

Llamémoslo o no por su nombre, el golpe de Estado de Al-Sisi sólo se podría justificar por tres motivos. El primero es que fuera bueno para la democracia. Algunos pensamos que ese poquito de democracia formal conquistado en Egipto desde las plazas en 2011 significaba una ruptura simbólica y cultural decisiva a la hora de abrir desplazamientos internos más radicales en toda la región.

Es difícil entender de qué manera las medidas clásicas de todo pronunciamiento militar contra un Gobierno civil electo –desaparición de dirigentes, detenciones indiscriminadas, cierre de medios de comunicación, asesinato de manifes­tan­tes– puede ayudar a democratizar Egipto. Incluso si la pragmática cúpula de los HHMM cediese a las presiones de EE UU y se resignase a su derrota, a partir de ahora cualquier convocatoria electoral futura resultará tan increíble como las de Mubarak.

La legitimidad de las masas, arbitrariamente decidida por los militares, deslegitima para siempre el juego democrático. Un “Estado de excepción revolucionario sin revolución”, gestionado por un Ejército reaccionario, se instala como nuevo marco institucional de una sociedad profundamente desestabilizada y dividida.

El golpe militar se podría justificar también con la pretensión de que, democrático o no, tiene –como el de Nasser en 1952– una vertiente “progresista” revolucionaria. Creo que bastan las reacciones de Arabia Saudí, EE UU e Israel, así como la composición del nuevo Gobierno (formado a partes iguales de tecnócratas y fulul de la dictadura) para descartar como casi patética esta pretensión. Más aún: los que se aferran al “fondo multitudinario” de la intervención militar para hablar de una “segunda oleada revolucionaria”, olvidan que todos los efectos que ha generado son más bien inquietantes.

Los beneficiados del golpe

Del precipitado e irregular derrumbe del modelo turco-qatarí de los HHMM sólo se benefician los viejos ejércitos y los viejos dictadores, en el Golfo, en Jordania, en Marruecos y en Israel. Es difícil negar que, entre ellos, Bachar Al-Assad ha salido también reforzado en todos los sentidos, como lo demuestran las nuevas dudas occidentales sobre la ayuda militar a los rebeldes (Inglaterra ha anunciado ya que no los armará, asegurando que “el régimen sirio va a durar muchos años”) y el anuncio de una posible reanudación de relaciones diplomáticas entre Siria y Egipto.

La solidaridad entre pueblos deja su lugar a la solidaridad entre ejércitos. El modelo de los HHMM queda fuera de juego en favor de Al-Sisi y de Al-Assad; EE UU y las potencias occidentales, que pueden apoyar sin escrúpulos a bandidos y criminales, no apoyan nunca a perdedores.

Por último, y en íntima relación con el punto anterior, podríamos justificar el golpe a partir de esa instintiva islamofobia que comparten tantas veces la derecha y la izquierda: al menos nos hemos librado de unos fanáticos religiosos. Incluso si no fuera cierto –como he insistido tantas veces– que la “vía dictatorial” contra el islamismo no ha conseguido hasta ahora sino reforzar las dictaduras y alimentar los islamismos, uno de los efectos más paradójicos y más tristes del golpe de Al-Sisi es que, lejos de desislamizar el Gobierno, lo desplaza más a la derecha, como revela ya la posición de los salafistas y los nuevos artículos introducidos en la Constitución por el presidente plenipotenciario Adli Mansour.

El derrumbe precipitado e irregular del modelo turco-qatarí de los HHMM deja su lugar al modelo de la ultraderecha salafista de Arabia Saudí y los Emiratos, que han apoyado el golpe concediendo al nuevo Gobierno un regalo de 12.000 millones de dólares. Como consecuencia del golpe, y si llega a evitarse la confrontación civil, tanto las instituciones como la oposición islamista verán radicalizado su islamismo. El golpe es una vuelta atrás en todos los sentidos: menos democracia, menos cambios estructurales, menos laicismo. Es cierto: la historia no se detiene y los pueblos no han dicho la última palabra. Pero si en enero de 2011 fueron los pueblos quienes la tomaron de sus enemigos (la palabra), en junio de 2013 han sido sus enemigos quienes la han recibido de ellos como regalo.


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