by editor | 11th September 2013 8:21 am
1. Censura. Hace algunos meses un representante institucional de una universidad privada en Santiago nos decía que la cuestión de los Derechos Humanos y la memoria era un tema que ya no tenía relevancia en Chile, “es algo que ya sólo les interesa a ustedes los profesores extranjeros” dijo. Por aquellos azares que tiene la vida, unos meses después un profesor de esa misma universidad me cuenta que el decanato censuró su clase sobre literatura y memoria porque incluía visitas a centros de tortura como el Estadio Nacional y entrevistas con supervivientes y testigos de la represión dictatorial. El asunto, entonces, no es que el pasado no importe, sino que los gritos de la tortura y las razones de la Unidad Popular no desborden las hojas de los libros para tocar el presente. Que no pueda escribir aquí los nombres del profesor y de la universidad es un síntoma que apunta hacia la denegación de las prácticas genocidas implementadas por la dictadura fascista del general Pinochet.
2. El pasado que no pasa. Aquello que no se recuerda está destinado a repetirse compulsivamente; el pasado sigue retornando al presente tozudamente porque, a pesar de los esfuerzos encomiables e imprescindibles de las organizaciones de Derechos Humanos, todavía no ha sido reconocido como tal ni simbolizado apropiadamente en su dimensión social. Una pequeña pieza de lo Real basta para que lo ominoso se vuelva a colar en el presente. El general en retiro del ejército Juan Emilio Cheyre y a la sazón director del servicio electoral SERVEL decide acudir a un programa de televisión para confrontar a Ernesto Lejderman, hijo de desaparecidos argentinos en Chile. En diciembre de 1973 la DINA asesinó a los padres de Lejderman y Cheyre fue el encargado de llevar a su hijo Ernesto a un convento de monjas en Arica. En el programa Lejderman anima a Cheeyre a romper el pacto de silencio que tienen los militares, “Es tiempo de cerrar heridas, y para cerrarlas no se puede olvidar: se tiene que recordar y profundizar en la verdad” – explica Ernesto Lejderman que también afirma que se sigue sin hacer justicia 40 años después. Al día siguiente Cheyre, que fue nombrado por Ricardo Lagos general en jefe del ejército chileno, sigue sin hablar, pero dimite como Director del SERVEL, aunque sigue sin ser imputado. Back to the past.
3. Radio. La radio de la Universidad de Chile me despierta todas las mañanas con historias que vuelven con fuerza del pasado, porque nunca se fueron. Tras el caso Cheyre, y a medida que se acerca el 40 aniversario del golpe, la sociedad se vuelve a conmocionar. Vuelven, por ejemplo, los “secretos abiertos”, todo el mundo sabe que los pilotos que bombardearon La Moneda en 1973 fueron Fernando Rojas Vender, Ernesto Amador González Yarra, el capitán Eitel Von Mühlenbrock y el teniente Gustavo Leigh Yates, hijo del comandante en jefe de la FACH y miembro de la junta militar. La operación habría sido coordinada desde tierra por el comandante Enrique Fernández Cortez. Según el periodista Eduardo Labarca, estos pilotos que participan de una triste tradición latinoamericana –los ejércitos que bombardean a su propio pueblo —son considerados héroes por sus compañeros de armas: “En la Fuerza Aérea, todos estos pilotos, menos el hijo de Leigh que erró el blanco, son héroes y gozan de mucho respeto. Y Rojas Vender, que fue Comandante, era respetado por sus dotes y entre otras cosas porque había disparado contra La Moneda y había acertado. En la Fuerza Aérea, entre los militares, eso cosa de prestigio” [1].
Y vuelve también la violencia y el terror que no fue reconocido la primera vez. Muchas mujeres detenidas durante la dictadura empiezan a denunciar ahora que fueron además de torturadas violadas durante los interrogatorios. En su momento no lo denunciaron porque eran incapaces de distinguir entre los múltiples asaltos físicos a su dignidad humana y probablemente porque la impunidad instaurada durante la postdictadura no les daba ningún espacio para hacerlo.
4. Chile, las imágenes prohibidas. El canal Chilevisión emite un programa enfáticamente titulado “Chile, las imágenes prohibidas” presentado por el popular actor de telenovelas, Benjamín Vicuña. La estructura del programa es simple, pero efectiva: el programa muestra imágenes de archivo registradas en muchos casos por corresponsales de prensa extranjera, las exhibe y después entrevista a las personas que aparecen en las imágenes nunca antes mostradas en la televisión. Por ejemplo, en el capítulo 2 se habla del “caso de los degollados”: en 1985 (recordemos también los años de plomo y fuego que fueron los ochenta) los cuerpos de Santiago Nattino, Manuel Guerrero y José Manuel Parada—todos miembros del Partido Comunista—aparecieron degollados en los aledaños del aeropuerto de Santiago. En el programa Vicuña entrevista a Javiera Parada, hija de una de las victimas, que cuenta, entre otras cosas, como fue el último día que vio a su padre con vida. En la calle hay acuerdo, todo el mundo habla del programa, para algunas familias es difícil recordar al ver estas imágenes, pero es también catártico. Por otro lado, el Consejo Nacional de Televisión (CNTV) recibe más de 100 denuncias de particulares y asociaciones conservadoras pidiendo la retirada del programa porque alienta al odio y la división; como si la tortura, el asesinato y la desaparición forzada alentaran a la reconciliación y la justicia.
5. Perdón/Justicia. En un gesto sorpresivo e inesperado el senador de la UDI Hernán Larraín pide perdón “por lo que haya hecho y por lo que haya podido omitir” durante la dictadura como contribución a la reconciliación entre chilenos. El gesto provoca dos reacciones en la derecha: los que quedan profundamente molestos porque les deja en evidencia si ellos no piden perdón y los que se apresuran a afirmar que, en cualquier caso, el perdón es una cuestión individual, el que así lo desee que pida perdón. Están tan colonizados por su propia ideología neoliberal que no entienden que el problema de la dictadura y sus efectos en el presente sólo puede ser colectivo. El “perdón” de Larraín tiene cierto valor (en España, por ejemplo, ninguno de los cómplices de la dictadura se plantea pedir ningún perdón) y genera una cascada de perdones y peticiones de perdón en la clase política, en el poder judicial, en los medios (El Mercurio, no obstante, sigue sin reconocer su papel en la intervención de la CIA y en la justificación del golpe). Sin embargo, cabe recordar aquí que el perdón y la reconciliación no tienen nada que ver con la justicia. Tal y como explica Derrida en su libro sobre el perdón en Sudáfrica:
“Cada vez que el perdón se pone al servicio de una finalidad, sea noble o espiritual (reconciliación, redención, salvación, expiación), cada vez que su objetivo es restablecer la normalidad (social, nacional, política, filosófica) a través de algún trabajo de duelo, de alguna terapia o de alguna ecología de la memoria, entonces el “perdón” no es puro –ni tampoco lo es su concepto. El perdón no es, no puede ser, normal, normativo, normalizante, debe permanecer como excepcional y extraordinario, como experiencia imposible que pudiera interrumpir el curso ordinario de la historia”.
Pero no lo tiene que decir Derrida, lo dice también Alicia Lira presidenta de la Asociación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP), lo dicen todas las víctimas y familiares de las víctimas del terrorismo de Estado –memoria, justicia y verdad– ; lo dice una camiseta que vi el domingo pasado en la manifestación organizada por las Asociaciones de Derechos Humanos para conmemorar el golpe: “Ni olvido, ni perdón, Revolución”.
Ese perdón tan católico, aunque es menos que nada, no busca la justicia, busca la expiación de la culpa tal vez para seguir pecando, es normalizador de una situación absolutamente anormal: la perpetuación de la impunidad y el olvido.
6. Memoria electoralista. La derecha chilena es ahora mismo una jaula de grillos. El presidente Sebastián Piñera concedió una larga entrevista al diario La Tercera en la que condena en términos muy duros el golpe de estado de 1973 y, a contrapelo de sus correligionarios de la Alianza, indica que nada justifica las violaciones de Derechos Humanos que acontecieron durante la dictadura del general Pinochet. Piñera habla incluso de las responsabilidades tácitas de aquellos miembros de la sociedad civil que callaron o fueron cómplices de estas atrocidades. Parece ser que ya se le olvidó que le fue a pedir permiso al general Pinochet la primera vez que se presentó a las presidenciales, ¿será eso también una forma tácita de complicidad por omisión?
Con todo y con eso, las declaraciones de Piñera han colocado a la candidata conservadora Evelyn Matthei en una posición sumamente incómoda. Matthei, que es hija de uno de los generales golpistas, se ha visto obligada a hacer acrobacias retóricas: un día contesta que ella tenía 20 años en 1973 (como si con 20 años no se tuvieran nociones fundamentales de ética) y al otro que ella voto que sí a la continuidad del “gobierno militar” en el plebiscito de 1988 porque ya sabía que iba a ganar el no.
No obstante, las declaraciones de Piñera apestan a electoralismo anticipado. Quiere volver a La Moneda y capitalizar la “suerte” que tuvo de que el golpe de estado le pillara en Harvard preparándose para continuar el legado neoliberal pinochetista por otros medios. La prueba de que las declaraciones de Piñera son un brindis al viento está en que El martes 3 de septiembre, integrantes de la AFEP, entre ellas Alicia Lira, Mónica Monsalve y Raquel Roa, se tomaron el Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior demandando al gobierno que firme las querellas por violaciones a los derechos humanos y que todavía no han sido firmadas pese a que los abogados del mismo Programa han hecho llegar los documentos al gobierno.
7. Allende. Mario Amorós abre su recientemente publicada biografía sobre Salvador Allende afirmando que éste es, pese a todo, un desconocido. En el acto de presentación de este monumental e imprescindible libro en el GAM (Centro Cultural Gabriela Mistral) el historiador Sergio Grez afirma que el legado de político de Allende sigue estando inmovilizado en el pasado, que pese a los esfuerzos encomiables y esperanzadores del movimiento estudiantil, las alamedas no terminan de abrirse y Allende sigue condenado a los márgenes de la historia. El ruido mediático y las acusaciones de la derecha aprés coup –valga la redundancia–no nos dejan ver a la figura histórica del presidente ni volverla relevante para el presente.
En ese sentido, creo que a veces somos prisioneros de ese mismo discurso de la derecha, sobre todo cuando, con las lentes del presente, transformamos al presidente Allende en una especie de campeón pacifista de los derechos humanos en su acepción liberal contemporánea. Sí, es verdad, que la vía chilena al socialismo fue pacífica, que Allende estaba a punto de convocar un plebiscito para ese mismo once de septiembre, que su apoyo electoral crecía, pero es absolutamente improductivo y ahistórico contraponer, como ha hecho recientemente José Pablo Feinman en el diario Página 12, las decisiones de Allende a las de Miguel Enríquez para condenar las de éste último por apostar a la lucha armada.
La decisión de armar o no armar los cordones industriales, por ejemplo, siempre me ha parecido una cuestión agónica; en puridad una decisión imposible, y de hecho, su misma indecibilidad no debe estar desconectada del suicidio posterior del Presidente. Ninguna decisión era buena en ese momento. Desde el presente, de manera un poco defensiva y probablemente como resultado de la desaparición de la lucha armada como estrategia emancipatoria en América Latina, preferimos la opción trágica y pacifista de Allende. Pero desde este mismo presente deberíamos poder también discutir, sin caer en la teoría del empate o los dos demonios, bajo qué condiciones un pueblo tiene derecho a defenderse de una agresión fascista. Mientras sigamos atrapados en una defensa abstracta de la vida y los derechos humanos, no seremos capaces de distinguir entre las razones de la lucha armada revolucionaria y las razones, contrapuestas, de la intervención fascista que impuso el modelo neoliberal que padecen la mayoría de los chilenos hoy. Nos repugna la violencia, por supuesto que admiramos la defensa pacífica del socialismo que hizo Allende, pero ninguna de las dos cosas nos debe impedir pensar críticamente la relación entre violencia y política, porque no hacerlo es ceder al imperativo categórico liberal pacifista que preserva el monopolio de la violencia para el Estado como instrumento de dominación de la clase hegemónica heredera de la dictadura.
8. Conciencia popular. La otra mañana en el Transantiago (otra manifestación nefasta del programa privatizador neoliberal) viajando como sardinas enlatadas no pude evitar leer un mensaje de texto en el teléfono de la persona que tenía al lado “va a quedar la cagá, cualquier cantidad de Pacos a esta hora para reprimir la marcha del pueblo”. Ese día 5 de septiembre el movimiento estudiantil había llamado a una marcha en defensa de la educación pública y contra la herencia de la dictadura. Al leer ese mensaje que no estaba destinado para mí, no pude evitar pensar que a pesar de la asepsia inducida por el consumo y los cuarenta años de programa neoliberal sigue quedando conciencia popular. En la marcha del 5 de septiembre los estudiantes cantan “ y va a caer, y va a caer la educación de Pinochet” y de un plumazo borran los engolados argumentos de cientistas políticos, transicionologos y otros apologetas del gatopardismo elevado a la categoría política de Estado.
Cuando los estudiantes piden asamblea constituyente, educación pública y de calidad, la desmunicipalización de la educación, la renacionalización del cobre, el fin del lucro en la educación, la disolución de las AFP’s (fondos privados de pensiones), una nueva legislación laboral, también están luchando contra la herencia de la dictadura, porque como se puede leer en Londrés 38, uno de los antiguos centros de tortura recuperados por familiares y supervivientes, “La actividad de hacer memoria que no se inscriba en el proyecto presente, equivale a no recordar nada”.
9. Violencia. Y quedó la cagá, los voceros de las organizaciones ni siquiera pudieron terminar sus discursos cuando los guanacos (carros antidisturbios) y las fuerzas de choque de carabineros irrumpieron en la mitad del improvisado escenario para reprimir a estudiantes y simpatizantes con la excusa de que hay encapuchados que alteran el orden público. Contemplando estas imágenes desde uno de los puentes del río Mapocho no pude evitar pensar que aquello era como contemplar La batalla de chile en color y en alta definición, ¿qué ha cambiado desde entonces?
Después es ya costumbre ritual que los medios no discutan las propuestas de los estudiantes –en este caso un excelente documento que hace un compendio de sus propuestas—sino que se centren compulsivamente en las imágenes de los violentos encapuchados destrozando mobiliario urbano. Pero ¿Quiénes son estos encapuchados? Una parte son probablemente infiltrados por la policía para justificar la represión, pero la otra son, como me indican los hermanos Pérez Ahumada –mis cientistas sociales de cabecera estos días–, jóvenes de las poblaciones más humildes. ¿En qué diálogo van a creer estos jóvenes a los que les han robado la vida y la dignidad? ¿Qué esperanza de futuro van a tener después de cuarenta años de condena al olvido y la marginación? Creer o no creer en el diálogo y las vías pacíficas también es una cuestión de clase. En cualquier caso, habría que preguntarse parafraseando a Bertold Brecht, ¿Qué es tirarle una piedra a un carabinero o romper una farola comparado con privatizar la educación o la sanidad?
Probablemente hoy 11 de septiembre de 2013 ardan las poblaciones, habrá enfrentamientos en lugares con La Pintana o La victoria entre pobladores y carabineros, mientras en La Moneda o en el Museo de la Memoria conmemoran “civilizadamente” la violencia soterrada sobre la que se asientan sus privilegios. No podemos alegrarnos ni celebrar estos estallidos, son un fracaso colectivo, pero tampoco podemos dejar de reconocer que son el resultado de las desigualdades y de la violencia estructural que impuso el ominoso 11 de septiembre de 1973, no hacerlo es simplemente faltar a la verdad o al menos a la verdad de los pueblos que siguen sufriendo las consecuencias de la dictadura.
10. Estallidos de memoria. Imposible dar cuenta de la cantidad ingente de conferencias, obras de teatro, homenajes a los desaparecidos, entrega de títulos póstumos, performance callejeras, discusiones formales e informales y, por supuesto la conmovedora y multitudinaria marcha desde Los Héroes al Cementerio Municipal de Santiago del pasado domingo 8 de septiembre. De hecho, viniendo de ese reino de la impunidad y el olvido llamado Estado español, uno contempla con sana envidia el vigor con que la sociedad chilena se ha aplicado a redescubrir y discutir el pasado dictatorial. Conviene, no obstante, tener en cuenta que este proceso ha sido en parte alentado y fomentado por los medios y que la lógica de los medios tiende a la espectacularización y al vaciamiento de la historia. Sería un fracaso colectivo que después del 11 todo volviera a la normalidad, vale decir, al olvido, porque nada termina hoy, todo debe volver a empezar para romper los múltiples cerrojos plasmados en esa constitución de 1980 que hace de Chile uno de los países más desiguales e injustos de la región.
11. Poesía contrafactual para el futuro. A todos nos gustaría que nada de esto fuera como fue, sería mejor que el 11 de septiembre nunca hubiera sucedido. En ese deseo se cifran muchos de nuestros anhelos. Mi querido y admirado colega Jaime Concha me cuenta que Gonzalo Millán lo llamaba a veces desde su exilio en Canada a su casa de San Diego y permanecía en silencio del otro lado de la línea. Silencios ruidosos del exilio. Pero entre silencio y silencio, Gonzalo Millán fue capaz de escribir este poema que hoy, a cuarenta años del golpe, tiene más sentido que nunca:
El río invierte el curso de su corriente.
El agua de las cascadas sube.
La gente empieza a caminar retrocediendo.
Los caballos caminan hacia atrás.
Los militares deshacen lo desfilado.
Las balas salen de las carnes.
Las balas entran en los cañones.
Los oficiales enfundan sus pistolas.
La corriente se devuelve por los cables.
La corriente penetra por los enchufes.
Los torturados dejan de agitarse.
Los torturados cierran sus bocas.
Los campos de concentración se vacían.
Aparecen los desaparecidos.
Los muertos salen de sus tumbas.
Los aviones vuelan hacia atrás.
Los “rockets” suben hacia los aviones.
Allende dispara.
Las llamas se apagan.
Se saca el casco.
La Moneda se reconstituye íntegra.
Su cráneo se recompone.
Sale a un balcón.
Allende retrocede hasta Tomás Moro.
Los detenidos salen de espalda de los estadios.
11 de Septiembre.
Regresan aviones con refugiados.
Chile es un país democrático.
Argentina es un país democrático.
Las fuerzas armadas respetan la constitución.
Uruguay es un país democrático.
Los militares vuelven a sus cuarteles.
Renace Neruda.
Vuelve en una ambulancia a Isla Negra.
Le duele la próstata.
Escribe.
Víctor Jara toca la guitarra.
Canta.
Los discursos entran en las bocas.
El tirano abraza a Prat.
Desaparece.
Prat revive.
Los cesantes son recontratados.
Los obreros desfilan cantando.
¡Venceremos!
Nota:
[1] http://radio.uchile.cl/2013/09/02/la-impunidad-de-los-pilotos-que-bombardearon-la-moneda[1].
Luis Martín-Cabrera es Profesor de Literatura y Estudios Culturales en la Universidad de California, San Diego.
Source URL: https://globalrights.info/2013/09/11-asedios-a-la-memoria-del-11-de-septiembre-de-1973/
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