El fascismo que nos amenaza

by editor | 18th September 2013 9:23 am

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A cuatro décadas del golpe contra “la vía chilena al socialismo”

El proyecto alternativo que se perfila para contrarrestar la ola revolucionaria en América Latina es el fascismo. Cuarenta años después del golpe militar en Chile contra el socialista Salvador Allende, empiezan a registrarse muchos síntomas de lo que prepara el imperialismo y la ultraderecha internacional.

A más de una década y media de la instauración de gobiernos revolucionarios y progresistas en América Latina, cuyo punto de partida fue Venezuela tras el triunfo electoral de 1998, uno de los peligros más importantes que nos acecha es el fascismo, ya sea desde su posición de resistencia desde el llano a los procesos de cambio o desde su condición de gobierno.

El acecho del fascismo se registra a cuatro décadas del golpe militar perpetrado contra la vía chilena al socialismo que no solo expulsó del gobierno a Salvador Allende e introdujo una sistema de creencias bastante conservador en esa sociedad, sino que inauguró, con el padrinazgo de EEUU y la CIA, una época negra en América Latina, de la que la Operación Cóndor es su máxima expresión.

No hay duda que en ambos escenarios el fascismo como proyecto político-ideológico y/o como régimen estatal recurrirá a métodos y prácticas orientadas a reprimir de todas las maneras posibles las luchas populares y los horizontes emancipadores, pero también para boicotear de diversas formas a los estados revolucionarios. Lo que ocurre con Honduras desde el golpe militar de 2009 y en Paraguay desde el golpe congresal de 2012, son dos ejemplos bastante elocuentes.

Sirva el ejemplo de esos dos países latinoamericanos para constatar que el fascismo recurre, como en la primera mitad del siglo XX en Europa y en la década de los 70 en América Latina, a construir matrices de opinión pública que juegan con el miedo o la decepción de la gente. Al fantasma del comunismo lo visten de expropiador de bancos, avasallador de la propiedad privada, negador de las creencias religiosas, conculcador de las libertades civiles y políticas, y patrocinador de la violencia.

Los gobiernos de izquierda y progresistas de América Latina muestran cada día innumerables ejemplos de estar ampliando la democracia y generando condiciones de igualación social sin avasallar nada, pero el temor inducido siguen impidiendo que amplios sectores de la sociedad se incorporen a esos procesos.

Un breve y necesario paréntesis. No hay que confundir varias cosas: primero, dictadura no es igual a fascismo. Puede existir un régimen duro, militar o civil, que sea una dictadura, pero eso no quiere decir que necesariamente sea fascista. Segundo, puede presentarse un gobierno surgido de las urnas que inaugure un gobierno y régimen fascista, pero no todo gobierno de derecha que nace de la democracia representativa es por definición fascista. Ese tipo de afirmaciones desde ciertos sectores de izquierda solo confunden y en el largo plazo desacreditan a las fuerzas revolucionarias.

No hay que olvidar que la democracia representativa burguesa, por definición, establece, aunque discursivamente genere ilusiones en la población, límites estructurales a la igualdad y libertad sustantivas. La democracia es una forma de dominación de un bloque social sobre otro, sobre la base del uso de dispositivos estatales como la policía y las fuerzas armadas, pero también de sus aparatos ideológicos. El Estado democrático capitalista se presenta como el representante de los intereses generales de todos, pero en los hechos sintetiza los intereses de un grupo de privilegiados.

En el otro extremo de la misma medalla encontramos a regímenes militares que asientan su dominación sobre la base de la absoluta represión antes que sobre el consenso social de algunos sectores de la población. Son dictaduras sangrientas que solo se asientan sobre el poder de fuego.

En América Latina, en la década de los 60, 70 y 80, hemos experimentado dictaduras militares en su sentido estricto y en otros países algunos claros regímenes fascistas que incluso han dejado en la sociedad, a pesar de la derrota de los gobiernos de ese corte, prácticas y maneras de pensar que contaminan hasta ahora sus regímenes democráticos. Estos son los casos de Chile y Paraguay.

Entonces, podemos decir que el fascismo es un proyecto político-ideológico que independientemente de su origen, democrático o militar, se asienta sobre una amplia base social que es partidaria de recortar hasta los niveles más altos, por encima de lo que ocurre normalmente en las democracias burguesas, los derechos políticos y civiles, y que recurre, por tanto, a la represión abierta, encubierta o a ambos en dependencia del grado de organización y resistencia que tenga en el bando que enfrenta.

El fascismo, a diferencia de algunos teóricos que sostienen que no es ni capitalista ni socialista, es la variante política que emplea el capitalismo en su fase imperialista cuando se siente amenazado estratégicamente. Lo hace sobre la base de amplios sectores sociales opuestos, por diversas razones, a un proyecto emancipador. Eso sucedió en la Europa posterior a la I Guerra Mundial y a la expansión de las ideas socialistas en Europa luego del triunfo de la primera revolución anti-capitalista del siglo XX en Rusia. Eso se aprecia ahora en América Latina, donde una clara tendencia fascistoide pretende hacer frente a las revoluciones y procesos progresistas. Quizá de todos esos procesos, la revolución más amenazada es la venezolana.

La base social del fascismo se construye sobre dos pilares complementarios: primero, sobre el temor que existe en amplios sectores de la sociedad a un proyecto comunista o no capitalista. Por eso, el uso de lo religioso, del exacerbado patriotismo, el prejuicio racial o étnico-cultural y otros discursos bastante moralistas burgueses forman parte de esas prácticas y formas de pensar fascistoides. Es obvio decir que ese rechazo agudo al cambio es alimentado por instrumentos de comunicación masivos o por tradiciones familiares o de grupo social.

Otra de los pilares del fascismo, al que los gobiernos revolucionarios deben prestarle bastante atención, es el alto nivel de frustración de sectores sociales ante las expectativas generadas por la revolución o por las decepciones inducidas “desde afuera” por la contrarrevolución. A veces por falta de trabajo político suficiente para explicar las dificultades que enfrenta el cambio en plena época del imperialismo y otras por proponer objetivos inalcanzables en el corto plazo, se genera una masa de decepcionados –que no es lo mismo que masa crítica-, que por su bajo nivel de formación política se desplaza hacia el otro extremo: la contrarrevolución. Es decir, se trata de sectores sociales que de un fanatismo por la revolución pasan rápidamente a un fanatismo por la contrarrevolución.

Si de sectores sociales se trata, la situación actual es distinta a la registrada en Europa, donde el campesinado y la pequeña burguesía constituyeron junto a otras fracciones de la burguesía el bloque social fascistoide. En la América Latina del siglo XXI, con un movimiento campesino en el poder (Bolivia) y con otros en resistencia a los gobiernos de derecha, el proyecto fascista está enfocando sus esfuerzos hacia fracciones de la pequeña burguesía, pero también hacia jóvenes y mujeres del campo popular e indígena.

En la situación histórico-concreta, la ultraderecha está desarrollando una contraofensiva de carácter fascistoide contra los procesos revolucionarios de América Latina y particularmente contra los países miembros del ALBA. La situación de Venezuela merece especial consideración pues el proyecto fascistoide, que ya quiso apoderarse del poder en el golpe de estado de abril de 2002, se encuentra apretando el acelerador tras la muerte del presidente Hugo Chávez y bajo el supuesto de las debilidades del presidente Nicolás Maduro. Ahí está metido de cabeza el imperialismo y su articulación con operadores como Henrique Capriles y Alvaro Uribe es incuestionable. En ese contexto debe leerse el gigantesco apagón eléctrico del 3 de septiembre pasado y los preparativos de un magnicidio contra Maduro planificados desde Colombia. No hay, después de la revolución cubana, otra revolución tan asediada desde el principio como la venezolana.

La contraofensiva derechista en Venezuela busca consolidar el bloque social que por temor o situación de clase se opone a la revolución bolivariana desde el principio, pero también busca ampliarse a partir de proponerse la conquista de segmentos sociales desencantados (o que los desencantaron) con la revolución. A este proyecto fascista contribuye, lastimosamente, cierta intelectualidad o militancia de izquierda que con el ejercicio de su “libertad de crítica” no es capaz de diferenciar una manzana de una papaya.

El gobierno bolivariano lo sabe y no es una casualidad que el presidente Maduro y el bloque social bolivariano hayan decidido también pisar el acelerador para profundizar la revolución. El “gobierno de la calle” y la implacable lucha contra la corrupción son dos medidas orientadas en esa dirección y que han conducido a un nivel de aprobación por encima del 50 por ciento del heredero de Chávez.

A este peligro no es ajeno, por supuesto, ni la revolución boliviana ni la revolución ecuatoriana o nicaragüense. Las ultraderechas de esos países, en clara articulación con otras del continente y bajo el padrinazgo de los Neocons de los Estados Unidos, alistan campañas contra esos procesos de cambio. La contraofensiva fascista por la vía de la construcción de matrices de opinión contrarias al cambio se orienta a mostrar a Bolivia y Venezuela como “narco-estados”, “estados corruptos” y “estados totalitarios”, desde el concepto de “estados fallidos”.

América Latina es un territorio en disputa entre las fuerzas emancipadoras y las fuerzas imperiales. La disputa es cotidiana e intensa en todos los niveles. Una derrota estratégica de las primeras no conducirá el péndulo hacia las fuerzas democráticas-burguesas, sino hacia las fuerzas de ultraderecha portadoras de un proyecto fascistoide. La experiencia de gobiernos neoliberales con democracias restringidas y controladas no es algo que el imperialismo esté dispuesto a repetir, ya sea porque no le dieron el resultado que esperaba en el pasado o por la existencia de un momento histórico caracterizado por el despertar de “los de abajo”, quienes están dispuestos a construir su destino con sus propias manos y en base a su historia larga. Esa es la magnitud del peligro, pero también de las esperanzas que nos acompañan.

La respuesta al fascismo no es bajar la intensidad de los procesos revolucionarios bajo el supuesto de no provocar al imperialismo, pero tampoco es la adopción de medidas infantiles sobre el vacío. Quizá, parafraseando a Fidel, la revolución es tener el sentido histórico de lo que se debe o no hacer en cada momento.

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