by editor | 2nd September 2013 9:03 am
Alo largo de cuarenta años se habló en Brasil del Relatorio Figueiredo como de una leyenda. Se le consideraba perdido o censurado y la versión más difundida estimaba que toda la comprometida documentación agrupada bajo este nombre se había quemado en un incendio ocurrido hace decenios en el Ministerio de Agricultura brasileño. La incomodidad de su contenido y el destino había determinado que las cincuenta cajas que contenían las más de siete mil páginas del Relatorio Figueiredo hubieran permanecido simplemente ignoradas, acumulando polvo en un oscuro almacén gubernamental. La donación por parte del organismo gubernamental FUNAI (Fundación de Ayuda al Indio) del conjunto de cajas sin catalogar y su traslado al Museo del Indio de Río de Janeiro permitieron, hace escasas semanas, su localización por uno de los abogados que trabajan para la Comisión Nacional de la Verdad, creada en 2012, a fin de esclarecer los crímenes cometidos contra la población indígena del país carioca entre los años 1946 y 1988.
Como hace siglos, la realidad de los indígenas americanos sigue en el centro del huracán. La prensa brasileña habla del auge del lobby ruralista, compuesto, en una parte importante por terratenientes y compañías mineras. Su influencia es grande en el Congreso y Dilma Rousseff, la actual presidenta del país, no puede desdeñar casi ningún apoyo.
Jader de Figueiredo
El Relatorio Figueiredo lleva el nombre de su autor, el procurador Jader de Figueiredo Correia. Siguiendo los dictados del Ministerio de Interior brasileño, el funcionario Figueiredo inició a comienzos de 1967 un viaje de 14.000 kilómetros por el interior de su inmenso país, visitando 18 estados y contactando con 130 puestos indígenas. En su transcurso fueron entrevistados docenas de miembros del SPI (Servicio de Protección al Indio) y se tomaron gran número de fotografías. Las conclusiones del colosal informe fueron espeluznantes.
En esas páginas, que se muestran amarillentas a día de hoy, redactadas a máquina y a doble espacio y presididas por el escudo del Ministerio del Interior brasileño, se habla de desvío de recursos, de la venta ilegítima de tierras indígenas, de asesinatos masivos y torturas, de envenenamientos y secuestros, de prostitución de las jóvenes indígenas, de esclavitud y de todo un catálogo de horrores coronados por la impunidad más absoluta.
Medios internacionales como «The New York Times» o «Der Spiegel» se hicieron en su día eco del informe poniendo a la dictadura brasileña del presidente Emilio Garrastazu (1969-74) en una situación incómoda. Jader de Figueiredo, por su parte, fue amenazado de muerte en repetidas ocasiones, sufrió atentados, y su familia en Fortaleza precisó de escolta durante varios años.
El propio Figueiredo se reveló como un verso suelto en la polarizada sociedad brasileña de la época. Tenaz e incorruptible, denostado por la derecha y, sobre todo, por los representantes de estancieros, empresas mineras y terratenientes, tampoco se hizo querer por la izquierda debido a su condición de funcionario de la dictadura. Figueiredo moriría en 1976, a los 53 años, en un accidente de autobús. La última etapa de su existencia fue amarga. El colosal esfuerzo invertido en su Relatorio y los riesgos corridos se saldaron únicamente con unas cuantas dimisiones y algún cese. Ningún responsable de las matanzas y de los terribles abusos cometidos conoció la prisión. El siniestro Servicio de Protección al Indio fue refundado y se convertiría en el FUNAI.
En el fondo, nada trascendente había sucedido y los abusos simplemente se enmascararon para poder continuar.
Norman Lewis
A pesar de todo, el Relatorio Figueiredo cayó como una bomba en determinados ambientes. Lo que era un secreto a voces acabó por tener confirmación oficial. Un decenio antes de que se hiciera público el informe, el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss ya había denunciado en su obra «Tristes Trópicos» (1955) prácticas criminales al servicio de intereses especuladores, los grao fino de la sociedad brasileña de 1930. De los hospitales, por ejemplo, se recolectaba ropa de enfermos infectados por la viruela. Estas prendas envenenadas eran después donadas a tribus o abandonadas, en forma de presentes, en los caminos frecuentados por los indígenas. Se buscaba una mortandad inmediata y devastadora. Strauss también recoge que los mismos que toleraban y hasta fomentaban estas prácticas mantenían una doctrina oficial de lamento y escándalo por las matanzas perpetradas por los exploradores europeos del XVI en su país.
El Relatorio tampoco pasaría desapercibido en Europa. El escritor Norman Lewis (1908-2003) redactó, en 1969, para «The Sunday Times», un largo reportaje en el que reflejaba sus experiencias viajeras por América del Sur contrastándolas con las conclusiones del informe Figueiredo al que consideraba verídico hasta en sus últimos detalles. El reportaje provocó tal conmoción en Europa que fue el detonante de la formación de Survival International, la organización no gubernamental que nació con la vocación de velar por los derechos indígenas en el mundo.
El encabezamiento del reportaje de Lewis ha quedado como una lección de historia resumida en dos líneas. «Del fuego a la espada al arsénico y las balas, la civilización condenó a seis millones de indios a la extinción». En su largo artículo, Lewis incluía al padre Las Casas, el dominico sevillano autor de la celebérrima «Brevísima relación de la destrucción de las Indias» (1552) y a Lévi Strauss como autoridades intelectuales que habían denunciado el silencioso genocidio indígena con casi cinco siglos de diferencia. Lewis incluía en su escrito una reveladora declaración literal del antropólogo francés: «Los indígenas no son gente del pasado o re- trasados, por el contrario atesoran un genio para la acción y la invención que se sitúa muy lejos de muchos logros de la gente llamada civilizada».
«Dios contra los indios»
Norman Lewis, al que el Graham Greene calificó como uno de los mejores escritores del siglo XX, fue, al igual que Jader de Figueiredo, otro verso suelto. A diferencia de los grandes escritores británicos de viajes no vino al mundo en el seno de una familia de aristócratas o funcionarios coloniales. Desde muy joven hubo de trabajar para ganarse la vida y lo hizo en los más variados oficios, desde paragüero hasta fotógrafo o vendedor comercial. Ni rastro en su biografía de la elitista camaradería de los happy few, los educados a caballo entre Eton y Oxford o Cambridge. En una entrevista dejó clara su visión del mundo al afirmar que en sus viajes a alguna de las regiones más remotas del mundo nunca se había sentido superior a la gente a la que trataba.
Las sociedades indígenas de América del Sur le causaron honda conmoción. En sus largos y continuos viajes a esta zona del mundo pronto descubrió que el genocidio indígena no era solo cosa del pasado. Una nueva hecatombe se estaba produciendo en esos mismos momentos y por obra de aquellos a quienes la sociedad consideraba como garantes de los derechos de los más débiles: los misioneros. De Guatemala a Paraguay y de Bolivia a la cuenca amazónica las sectas evangelistas norteamericanas actuaban con inmunidad y letal eficacia. Arrastrados por un celo fanático e ignorante y en connivencia en muchas ocasiones con intereses económicos y estratégicos por completo ajenos a las sociedades indígenas, los misioneros lograban en tiempo récord la aculturización de los nativos, paso previo a una desorientación vital y a una apatía generalizadas, lo que, más temprano que tarde, desembocaba en patologías que segaban la vida de sociedades enteras.
Testigo impotente de esta situación, Norman Lewis escribió un libro memorable «Misioneros. Dios contra los indios» (1988). Esta obra, publicada en su día por la editorial Herder y hoy descatalogada y a la que solo es posible acceder por medio de librerías cuyos fondos se exhiban en la red, destila humanidad y sentido común frente al cerrilismo criminal y obtuso de los misioneros evangelistas norteamericanos.
Como si no hubieran pasado cinco siglos desde que Las Casas advirtiera de las tropelías de la colonización española en América, volvían a repetirse a finales del siglo XX la esclavitud encubierta, el tráfico de seres humanos, las indagaciones en busca de materias primas y minerales estratégicos y los trapicheos con plumas de aves y pieles de jaguares, todo ello mezclado y encubierto con una teología medievalizante, mercantilizadora y puritana que sería cómica de no ser tan trágica.
Claude Lévi-Strauss
Lévi-Strauss (1908-2009) pasa por ser uno de los intelectuales de referencia del siglo XX. Fundador de la antropología estructural y de la Asociación Internacional de Lingüística, su público más amplio le conoce por su obra «Tristes Trópicos». Es célebre y polémica la frase que da origen a esta obra: «Odio los viajes y los exploradores». De forma paradójica, en este ensayo novelado reflexiona sobre las expediciones científicas que llevó a cabo en algunas de las áreas más apartadas del Brasil de finales de los años 30. El jurado del Premio Goncourt dijo lamentar no poder premiarlo ya que, en rigor, no era una obra de ficción.
El autor afirma haber conocido a muchos misioneros y sentir aprecio por la labor humana y científica de muchos de ellos. Hace, sin embargo, una salvedad clara, la de los misioneros norteamericanos que trataban de introducirse en su área de estudio entonces, el Mato Grosso central. Asegura de ellos que prove- nían de familias campesinas educadas en los ambientes rurales de Nebraska o Dakota, creyentes en la literalidad del infierno bíblico y los calderos de aceite hirviendo; convencidos de su salvación «como se contrata un seguro». Dueños de un fanatismo y una ignorancia proporcionales, Lévi-Strauss les acusaba también de una crueldad y de una falta de humanidad escandalosa en el trato con los indígenas.
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