by editor | 25th November 2013 1:52 pm
Violencia simbólica, cultura, estructural y directa
Según la Declaración sobre eliminación de la Violencia contra las Mujeres, (Resolución de la Asamblea General 48/104, 1993) podemos considerad violencia contra las mujeres –o violencia de género-: Todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño físico, psicológico o sexual para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada.
La violencia, no obstante, según Johan Galtung, tiene diversos rostros: la violencia directa: donde hay un actor que comete el acto de violencia (agresiones físicas, violaciones y acoso sexual, las guerras; violencia estructural: ataca de forma más lenta y pausada, no hay un actor directo, puede ser manifiesta como desigualdad de oportunidades ante la vida (marginación, hambre, malnutrición…) ; violencia cultural: más sutil y difícil de percibir, basada en estereotipos e idealizaciones ideológicas, en ideas que construyen el sentido común del que es participe, de manera directa o indirecta, el global de la sociedad, de ahí su papel legitimador de las demás violencias. Mediante un modelo triangular, Galtung explica cómo todas estas violencias interaccionan y se retroalimentan entre sí. La violencia estructural y la violencia cultural, reproducen la violencia; se reproducen a sí mismas y constituyen la base de la violencia directa. Este modelo triangular de Galtung permite dilucidar las causas que mantienen en constante relación los tres tipos de violencia. Estos flujos circulan en todas las direcciones, ya que la violencia se origina en cualquiera de los vértices, siendo el más significativo el que parte de la violencia cultural pasando por la estructural y terminando en la directa. En el ámbito de la violencia de género, este modelo queda plenamente de manifiesto.
También hay otro tipo de violencia estrechamente vinculada a la violencia cultural: la violencia simbólica, que para ser comprendida eficazmente ha de ser analizada desde una perspectiva particular, en tanto y cuanto es una manifestación concreta, a través del poder de los símbolos sociales, de la violencia cultural. La violencia simbólica se puede definir como el poder para imponer la validez de significados mediante signos y símbolos de una manera tan efectiva que la gente se identifique con esos significados. De alguna manera, podríamos decir que es una manifestación directa de la violencia cultural, que sin llegar a ser violencia directa, opera en la práctica de una manera muy similar, en tanto y cuanto tiene una naturaleza agresiva muy marcada. La violencia simbólica es el acto agresivo-violento presente en los códigos simbólicos de la sociedad. No es tan sólo que legitime la violencia directa o estructural, sino que en sí mismo es un acto violento. Estos códigos simbólicos son impuestos por los sujetos dominantes a los sujetos dominados, sometiéndolos con ello a una determinada visión del mundo, de los roles sociales, de las categorías cognitivas y de las estructuras mentales que son intrínsecamente violentas.
Todos estos tipos de violencia siguen estando hoy presentes en la vida de las mujeres del estado español, siendo la violencia directa con resultado de muerte solo uno de los fenómenos que la violencia de género genera en nuestra sociedad, sin duda el más dramático, pero no el más generalizado y mucho menos el que tienen una mayor alcance cotidiano en la vida de la mayoría de mujeres de nuestra sociedad, además de que nos sería imposible entender tan dramático y detestable fenómeno sin vincularlo a esos otros tipo de violencia estructurales, culturales y simbólica.
La violencia de género más allá de la violencia directa
No queremos marear aquí con cifras y datos interminables, que los hay de sobra y pueden ser sencillamente encontrados con búsquedas no demasiada complejas en cualquier buscador de internet, sencillamente pretendemos resaltar este hecho que nos parece fundamental, para que el 25-N no sea solo el día en que los fenómenos más dramáticos de la violencia de género copan los titulares de prensa, sino, como bien hacen diferentes organizaciones y colectivos feministas cada año, el día en el que la sociedad pueda y deba reflexionar sobre esta lacra que es la violencia de género de manera global, tanto en lo referido a la violencia directa como en lo que tiene relación con todos esos otros fenómenos cotidianos –estructurales, culturales y simbólicos- que tanto dificultan la vida de la mujer y su lucha por la igualdad y el empoderamiento.
La existencia de una brecha salarial de género, las condiciones de precariedad laboral, el trabajo subcualificado, los nichos laborales feminizados, la tendencia a reproducir socialmente las causas que generan la feminización de la pobreza y/o las desigualdades en el reparto del trabajo no remunerado en el seno del hogar, nos puede servir , basándonos en todos los datos y estadísticas que se derivan de diferentes estudios realizados en los últimos años que así demuestran todas y cada una de estas realidades, como elementos probatorios, como datos cuantitativos para mostrar la existencia de una violencia de género, de tipo estructural, cultural y simbólica, generalizada.
Cuando una mujer cobra menos que un hombre en un mismo puesto de trabajo por el simple hecho de ser mujer, cuando el trabajo que realiza en el ámbito del hogar es un trabajo que, precisamente por estar asociado en el imaginario colectivo a la mujer, no es valorado ni reconocido socialmente, cuando la mayor parte del trabajo precario recae en las mujeres, cuando sus pensiones son de media varios cientos de euros menores que las de los hombres, cuando entre las mujeres en edad de jubilación la tasa de pobreza es varios puntos superior a la de los hombres, cuando se sigue considerando el trabajo femenino como una “ayuda” a la economía familiar en el caso de que la mujer conviva en pareja con un hombre y, a su vez, el trabajo doméstico del hombre se vea como una “ayuda” a la labor que en ese ámbito le corresponde por norma a la mujer, cuando las mujeres dedican más del doble del tiempo a las tareas de cuidados que los hombres, o cuando la salida de la mujer al mercado laboral lleva implícita un aumento de sus responsabilidades totales –al no disminuir las que le son propias por norma en el seno del hogar-, podemos hablar, sin duda, de que estos elementos son parte de una violencia de género estructural, cultural y simbólica generalizada.
Tales hechos están condicionados por los roles y estereotipos de género que siguen presentes en la sociedad, según los cuales la mujer es menos apta que los hombres para realizar trabajos fuera del hogar y viceversa, así como es mejor “cuidadora” que aquellos a la hora de atender las necesidades de las personas dependientes y tantas otras cosas del estilo. Eso es violencia simbólica.Es bien sabido, por ejemplo, que cuando en una pareja existe un debate en torno a quien de las dos personas debe abandonar su trabajo remunerado para hacerse cargo de los trabajos vinculados al hogar o los cuidados, en la inmensa mayoría de casos será la mujer la que acabe por abandonar su trabajo remunerado para centrarse en tales fines.
Esto es, esta violencia simbólica luego tiene su reflejo en una sociedad donde todo aquello que se vincula con el trabajo femenino está peor valorado socialmente, y en algunos casos está totalmente desvalorado, en relación al trabajo que se considera propio de hombres (violencia cultural), y ello luego genera que tanto en el ámbito laboral remunerado, como en el ámbito doméstico no remunerado, sea la mujer la que se vea perjudicada por las consecuencias prácticas de tales planteamientos culturales generalizados, ya sea mediante un salario más bajo para un mismo puesto de trabajo que el hombre, ya sea por una pensión más baja al no haber podido cotizar en condiciones de igualdad con el hombre, ya sea por verse obligada a aceptar unas condiciones de precariedad laboral que parecen estar pensadas para adaptarse a las demandas laborales de las mujeres, ya sea porque deba cargar sobre sus espaldas con el peso de las tareas domésticas y de cuidados ante el abandono o desprecio de las mismas por parte de los hombres, podemos hablar de violencia estructural de género, una violencia que tiene una relación directa con la violencia cultural y la violencia simbólica de género tal y como las estamos planteando aquí.
Como decimos, los datos que muestran la existencia de tales violencias, con alcance generalizado, pueden ser fácilmente encontrados con una sencilla búsqueda por internet y todos ellos están sobradamente demostrados y contrastados. Si no los incluimos aquí es básicamente porque ello nos llevaría a tener que realizar casi un trabajo académico, y la intención de este artículo no es la de demostrar nada, sino, simplemente, la de inducir a la reflexión, para lo cual, entendemos, basta con citar lo que cualquier persona con un mínimo interés puede rápidamente comprobar como cierto, algo que, de hecho, nosotros ya previamente, aunque no se recoja aquí, hemos hecho. Nada de lo que se dice en este artículo sobre las desigualdades laborales y culturales entre hombres y mujeres es falso, todo está debidamente contrastado con datos y estudios que lo demuestran y esos estudios están al alcance de cualquier en internet mismo.
Tipos y espacios de la violencia de género: hoy los mismos que ayer
Sin embargo, antes de continuar, sí merece la pena detenerse a remarcar un hecho: existe una relación directa entre todos estos tipos de violencia cultural, simbólica y estructural de género, con aquellos espacios tradicionales donde desde hace siglos la violencia de género se ha hecho presente (en la familia y el mundo laboral), así como entre aquellas actividades que tradicionalmente han sido características de la opresión de la mujer (trabajo doméstico y ámbito de los cuidados) y los diferentes modos que la violencia de género tiene de darse en nuestra sociedad. Por ejemplo, no es casualidad que el trabajo que es propio de esos nichos laborales femenizados mencionados, sea precisamente aquel trabajo que tradicionalmente ha sido propio de la mujer, como es el cuidado de las personas dependientes o las tareas del hogar. De la misma manera, tampoco es casual que los mayores índices de violencia directa sobre las mujeres, esa que sí parece, por suerte, haber desatado en los últimos años una mayor preocupación social e institucional, se sigan dando principalmente en el ámbito familiar y del hogar, así como en el ámbito laboral. Esto muestra la existencia de una estrecha vinculación entre los patrones tradicionales de violencia de género y, pese a los avances en materia de igualdad de género, los patrones actuales de la misma, tanto en sus formas como en sus espacios físicos y simbólicos de desarrollo y ejecución. Los roles de género siguen desempeñando un papel fundamental en la existencia de todas estas violencias, de hecho, tales roles de género son, tal y como se plantean socialmente en la actualidad, violencia de género.
El problema que viene de la mano de esta violencia simbólica de género se acentúa si entendemos que normalmente las diferentes formas que ésta asume en la realidad social de nuestros días se complementan y se refuerzan las unas a las otras. Que el trabajo doméstico y/o de cuidados se perciba socialmente como una trabajo “de mujeres” es ya en sí mismo un ejemplo de cómo la violencia de género tiene unas bases simbólicas y culturales muy importantes y contra las que es bastante complicado luchar a corto plazo. Pero cuando, como se ha dicho, además este trabajo, por el hecho simbólico de estar vinculado a la mujer, se desvaloriza y se tiene, pese a la importancia real del mismo (¿qué sociedad podría funcionar sin este tipo de trabajos vinculados a las tareas domésticas o los cuidados?), como trabajos que ocupan los escalones más bajos en la mentalidad colectiva respecto de las actividades laborales –remuneradas o no- que tienen valor en nuestra sociedad, el problema para la mujer es doble: tanto en lo privado como en lo público cualquier cosa vinculada a la mujer queda relegado a un segundo plano. Es decir, la mujer es inferior al hombre en cualquier espacio de la vida social, y, en consecuencia, cualquier actividad vinculada a ella en el imaginario social debe necesariamente ser de la misma manera percibida como inferior, tanto en el espacio público como en el espacio privado. Y aunque pueda sonar extravagante, la comparación entre el papel que la sociedad otorga al deporte femenino en comparación con el deporte masculino es buena muestra de ello.
De la misma manera, cuando estos roles de género se relacionan con otras representaciones simbólicas que son propias de nuestro marco de valores instituido socialmente, las relaciones de dominación y subordinación de la mujer respecto del hombre que tales roles sustentan y fomentan, se hacen presentes de tal forma que la violencia de género tiende a alcanzar sus situaciones más dramáticas y sangrientas, así como garantizan que la cotidianidad de la violencia de género acabe por ser una hecho instituidor de la sociedad en sí mismo: la sociedad se construye y desarrolla necesariamente sobre la base de una violencia de género generalizada.
Sexualidad, relaciones de pareja y violencia de género
La opresión sobre la sexualidad femenina, en comparación con la sexualidad masculina (hablando siempre, claro está, desde el plano de la heterosexualidad), es, por ejemplo, una de estas violencias simbólicas que, al mezclarse con otros elementos sociales como es por ejemplo el modelo normativo que se impone como referencia cultural para las relaciones de pareja, acaban teniendo unas consecuencias dramáticas para la mujer.
Aunque es obvio que ha habido cierto avance en este sentido, aquella idea de que la mujer debe tener una vida sexual no promiscua, so pena de ser considerada socialmente como una “puta” (“putón verbenero” le escuchaba decir hoy a una chica en el autobús, en una conversación con su pareja, al referirse a una “amiga” de ambos que, parece ser, había tenido la osadía de serle infiel al novio), a diferencia del hombre que puede ser todo lo promiscuo que quiera sin necesidad de tener que sufrir ningún tabú social por ello (“el novio también le había puesto los cuernos, pero la quiere y como ella no se enteraba, pues la relación iba funcionando”, le respondía en la citada conversación el chico a la chica que había hecho el comentario anterior), sigue siendo una idea simbólica y cultural plenamente integrada en nuestra sociedad. Algo que, obviamente, como denota la citada conversación, tiene consecuencias sociales y muy graves en no pocas ocasiones.
Si el hombre es percibido culturalmente, de forma general, como un ser superior a la mujer, si cualquier actividad vinculada directamente a la mujer es a su vez percibida como inferior, si además es la mujer la que en ningún caso debe ser promiscua si quieres ser una mujer “digna”,y, además, el amor es asimismo percibido culturalmente, como lo es en nuestra sociedad, como una relación de posesión mutua, algo así como una relación sustentada en la propiedad privada respecto de la sexualidad del otro elemento de la pareja –fidelidad sexual-, finalmente se abre la puerta de par en par para una macabra lógica cultural que puede llevar fácilmente a la conclusión sentida y vivida por el hombre de que la mujer es una posesión suya y solo suya. Amor como propiedad privada y patriarcado son entonces las dos caras de una misma manera[1] con trágico resultado: la violencia de género en sus versiones más trágicas y horripilantes.
Más concretamente, si el hombre se auto-percibe culturalmente como un ser superior a la mujer, y, a la par, entiende también culturalmente la relación amorosa como una relación posesiva, es decir, una relación donde los amantes se poseen mutuamente, finalmente la mujer acabará siendo vista como una posesión del hombre, pues es la propia cultura la que así lo indica: los dos se posén mutuamente, pero el hombre manda en última instancia. La relación deja de ser, pues, una relación de doble sentido posesivo, para convertirse en un objeto cuyo dueño es el hombre. Se cosifica psicológicamente el concepto mismo de pareja, e implícitamente se cosifica a la mujer, pasando ambas “cosas” a ser propiedad privada del hombre que así piensa.
Así, a poco que el hombre perciba de alguna manera (real o ficticia) que este nexo posesivo comienza a romperse, o que está puesto en entredicho, recurrirá a la violencia para “re-direccionar” la relación por el “camino correcto”: el de la sumisión respecto del que se siente su amo. Además porque, al ser la promiscuidad de la mujer un tema de “dignidad”, la fidelidad es para el hombre un tema de “honor” (de ahí que a la mujer se le insulte llamándola “puta” y al hombre llamándole “cabrón”). Los celos, de hecho, suelen ser una de las principales causas de la violencia de género directa, tanto física como psicológica.
De igual manera, en caso de ruptura de la pareja, o de simple intento de ruptura, cuando lo que antes el hombre veía como una posesión deja de repente de serlo, cuando los derechos de “propiedad” dejan de tener efecto, estas mismas personas suelen no estar lo suficiente capacitadas como para aceptar tal hecho, pues la idea de que la pareja es para uno y sólo para uno “hasta que la muerte los separe” prevalece sobre la razón y la independencia de la otra persona. La violencia es aquí un modo de indicar que no es posible que la mujer abandone el seno de la pareja si no es bajo la aceptación voluntaria del hombre, del amo por excelencia en la relación, del verdadero dueño de la propiedad mutua. La mujer pasa a ser algo así como un bien ganancial de la pareja, cuyo único administrador es el hombre.
Y si a eso le sumamos, como decimos, que la dignidad de la mujer se ha asociado y se asocia generalmente, entre otras cosas pero de manera principal sobre todo en lo referido a los temas de pareja, a su no promiscuidad, y que, por derivación, el hombre ve amenazado e insultado su honor -al ser engañado por una mujer “indigna”-, cuando ésta ha cometido una infidelidad o el hombre sospecha que la haya podido cometer o incluso que pudiera querer cometerla en el futuro (aunque sea en la forma de un abandono de la relación para irse con otro hombre en el futuro una vez rota tal relación –“o eres mía o de nadie”-), no es de extrañar que sea precisamente el seno del hogar familiar, y en concreto los asuntos relacionados con las “disputas” sentimentales, el principal espacio social donde se producen las peores muestras de violencia directa de género, en muchas ocasiones, como sabemos por desgracia, con resultado de muerte.
25-N día contra el patriarcado, día contra la violencia de género como instituidor de la sociedad
Pero todo ello, como decimos, no puede ser entendido sin comprender que la violencia de género directa no es más que una proyección a la vida misma, en sus consecuencias más dramáticas, de aquellas otras violencias estructurales, culturales y simbólicas que afectan cotidianamente a la mujer. De hecho, tal y como está concebida la sociedad actual, tal y como se ha desarrollado en las últimas décadas y se sigue desarrollando en la actualidad, la violencia de género no solo es que esté presente en la vida de las mujeres prácticamente cada segundo de sus vidas de una manera o de otra, es que la propia sociedad se ha instituido y se ha desarrollado sobre el patriarcado, esto es, sobre la violencia de género. Porque toda expresión social del patriarcado, sea directa, estructural, cultural o simbólica, es violencia de género, y nuestra sociedad no podría funcionar, de la forma que lo hace, sin la existencia de esta violencia cotidiana y sistemática sobre las mujeres. La violencia de género es, usando la terminología de Castoriadis, un elemento instituidor de la sociedad actual.
Esto es, mientras la violencia de género siga siendo un problema de alcance global, mientras sea un instituidor social, no se podrá hablar jamás de un verdadero avance hacia la igualdad de género, y, por tanto, de un verdadero cambio social. Podremos seguir hablando de transformaciones, sí, pero no de cambio social real y efectivo, y ello porque, como decimos, muchas de estas transformaciones, al no haberse visto acompañadas por un cambio cultural y estructural global, en ocasiones no hacen más que aumentar la situación de discriminación y de desigualdad en la que, a día de hoy, siguen viviendo una mayoría de mujeres. Es más, en muchas ocasiones, es la propia forma en la que se han desarrollado estas transformaciones la que tiene una incidencia directa sobre la perpetuación de la discriminación de género en aquellos espacios donde se venían dando ya desde antes de la existencia de tales transformaciones, actuando, de facto, como impedimentos para que, siquiera a largo plazo, se pueda avanzar en esta pretendida y buscada igualdad.
Por ello el 25-N no debe ser –solo- una día para expresar nuestra indignación contra la violencia directa con resultado de muerte, debe ser un día para la reflexión, un día para, como bien hacen muchas feministas y así deben seguir haciendo por siempre mientras la situación no cambie, denunciar el patriarcado en general, denunciar todas y cada una de las violencias de género que están presentes cotidianamente en la vida de las mujeres. El 25-N es el día contra la violencia de género, ergo es el día contra el patriarcado. Porque toda expresión del patriarcado es violencia de género, y el patriarcado es en sí mismo la forma con la que violencia de género es capaz de instituir cotidianamente a nuestra sociedad.
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