by editor | 3rd January 2014 4:52 pm
Para comprender lo que es la literatura basta con escuchar una conversación entre desconocidos, desde la distancia de otra mesa, en un café o en la antesala de un médico. Siempre hay algo solemne, ridículo, teatral, en las palabras más banales y sinceras que se intercambian dos personas cuya vida no conocemos desde dentro, cuyos discursos no hemos trenzado con los nuestros. Todos los desconocidos son personajes de ficción o muñecos de guante, movidos trabajosamente por clichés que asoman muy visibles, como hilos y cartones, bajo la ropa. Pero nosotros, en cuanto que desconocidos para los desconocidos, no somos tampoco más profundos o singulares. Por eso, para averiguar lo que somos, para comprender el mundo en el que vivimos, es muy bueno reducirlo a sus engranajes comunes -a una especie de maqueta a escala- y para eso nada mejor que sorprender una conversación entre desconocidos en un local público.
Hace unos días, en Barcelona, mientras cenaba en un restaurante popular del Rabal, me quedé prendado de la conversación de cinco jóvenes desconocidos que comían en la mesa de al lado. Eran cinco jóvenes “emprendedores”, como los nombra el lenguaje de la crisis, que trabajaban en una empresa multinacional con distinto grado de responsabilidad. Habían bebido y comido copiosamente y trataban al viejo camarero con desenvoltura y superioridad mientras se intercambiaban -tres mujeres y dos hombres- bromas un poco picantes de un convencional y rutinario machismo. Su aplomo y seguridad, y el placer de esa cena compartida, se fundaba en el privilegio de su situación: tenían trabajo y, a juzgar por la ropa y el menú, bien remunerado. De hecho, sólo hablaban del trabajo: chismes sobre jefes y compañeros, viajes de negocios, diminutos agravios y esperanzas de promoción. Lo primero que me llamó la atención fue, en efecto, la pequeñez casi solipsista del mundo en el que se movían sus vidas y su conversación. Lo que compartían entre ellos sólo lo compartían entre ellos. Por más asombroso que parezca, en 50 minutos no pronunciaron una sola frase lo suficientemente general -ni siquiera de fútbol- como para que cualquier otro , desde fuera, hubiera podido intervenir para asentir o disentir. No hay conversación más privada -privada en todo caso de sentido general- que la que habitualmente desarrollan los trabajadores de clase media del sector terciario capitalista: ninguna secta, ni siquiera la de un partidito de la izquierda argentina o madrileña, alcanza ese nivel de especialización acósmica, sin mundo, propia más bien de los protozoos y los coleópteros.
Compartían claves secretas, a modo de antenas o tentáculos, y compartían también -digamos- una filosofía de la vida. El más veterano de todos ellos, un hombre que se jactaba trágicamente de tener casi cuarenta años, la expuso en pocas palabras ante el silencio reverencial de sus amigos: “Si no te crees lo que estás haciendo no lo haces bien. Como persona y padre de familia, necesito creer que la empresa para la que trabajo es la mejor del mundo. Aunque produzca veneno para ratas o armamento nuclear, necesito convencerme de que es la mejor de su sector. Si no consigo convencerme, no hago bien mi trabajo; no consigo vender ni veneno para ratas ni armamento nuclear. Tiene que haber algo detrás. Somos humanos”. Una ambición de excelencia, un prurito de calidad, la droga de un compromiso emocional, este pequeño ejecutivo de una compañía comercial reivindicaba la forma abstracta de la moral humana, al margen del contenido, como una necesidad afectiva a la que ningún trabajador debía renunciar y sin la cual, sobre todo, ningún negocio o empresa podían triunfar. El capitalismo, digamos, funciona -y produce grandes beneficios selectivos- gracias a esta fe irónica o postmoderna, tan seria como la del catolicismo, de los que necesitan un “compromiso moral” para cumplir una orden: “Como no puedo hacer nada en lo que no crea, me tomo una píldora de fe cada vez que mis jefes me ordenan algo”. Este es un poco el secreto psicológico de todos los genocidios, como bien supo ver Hannah Arendt al analizar los crímenes del nazismo: una especialización acósmica sostenida por el deseo de seguir siendo humanos. El mundo siempre se destruye desde fuera de él y en nombre de una ética.
Los cinco jóvenes “emprendedores”, a la distancia de una mesa, eran actores, personajes de ficción, marionetas movidas por clichés que ellos no veían bajo su ropa. Creían estar viviendo y divirtiéndose cuando en realidad estaban ilustrando un tipo humano (como yo hubiese ilustrado otro, sin duda, si hubiesen vuelto la cabeza para mirarme). Es un tipo humano que quizás no ha existido nunca antes en la historia, el de una clase media surgida en la post-guerra mundial en Europa, ni conservadora ni reaccionaria, que no se define por su inscripción concreta en el ámbito de la producción sino por su “común y radical falta de mundo”. Por un lado, estos “emprendedores” han visto roto todo vínculo con la tierra, con el agua, con el aire y con el fuego, pues en el terreno laboral sólo mantienen lazos concretos con los mediadores humanos de una estructura abstracta, mediadores en los que vuelcan precisamente toda su necesidad de “humanidad” y en los que sacian todas sus nostalgias morales. Por otro lado, disfrutan de un ocio proletarizado y estandarizado a través del acceso a mercancías baratas o, para decirlo con Pasolini, de ese “hedonismo de masas” postmoderno que ha disuelto todas las membranas de la cultura popular. El resultado es la figura del “rehén consumidor”, fiel a su jefe (cuando encuentra uno) y “soltero” de todo compromiso que vaya más allá de su cuerpo: una combinación, si se quiere, de perverso voluntariado guevarista al servicio de Monsanto o el Banco de Bilbao y de incapacidad deleitosa para las representaciones generales.
En un momento en que Europa se derrumba en un proceso parecido al de los años 30 del pasado siglo, no podemos eludir la cuestión. ¿Qué monstruo surgirá de la descomposición de esta nueva clase media? Las repeticiones nunca son mecánicas y jamás ponen en juego las mismas variantes y factores. Si se avecina un nuevo fascismo no será igual al de Mussolini y Hitler. A diferencia de lo que ocurría en 1933, hoy la izquierda europea es muy consciente de los peligros pero carece de los medios para conjurarlos, incluido el análisis de clase ajustado a la nueva situación.
El la mesa de al lado siempre se representa en tono jocoso la tragedia de nuestra época. Da un poco de miedo pensar en estos jóvenes felices, necesitados de fe, estremecidos de desorientada humanidad, el día en que no puedan pagar la cuenta del restaurante y no tengan un jefe de ventas al que admirar.
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