Memoria identitaria
Iñaki Egaña
Historiador
La noche había cubierto de negro las orillas por las que la humedad de la bruma del Errobi se deslizaba pacientemente. Olía a brezo, salado como las conchas que habíamos vaciado al amanecer. Los soldados del que llamaban Julio César volvían de una expedición desde el sur, decían nuestros informantes, donde habían sofocado una revuelta de esclavos en las minas de Arditurri.
Desde la lejanía sonó el ulular de la lechuza que tuvo eco en la proximidad. La señal. Saltamos de los matorrales con los cuchillos afilados y antes de que los romanos dieran el grito de alarma, los filos se habían colmado de sangre. Silencio sepulcral. Caminamos hasta que el sol amenazó desde el este. Habíamos llevado antes a nuestras mujeres, niños y ancianos desde la orilla del Urdazubi hacia las lomas de Ibardin para evitar venganzas. Nos sentamos al mediodía y celebramos la victoria varias noches hasta que caí en un sueño profundo. Me desperté en medio de un griterío infernal. Al fondo del valle, entre las gargantas que viraban hacia Luzaide, los guerreros de Carlomagno huían despavoridos entre una lluvia de piedras que rodaban desde las alturas de Orreaga. El cielo escupía con arrogancia su luz, en medio del vuelo circular de los buitres y la mirada atenta de una pareja de quebrantahuesos. Un joven tostado en su piel y en su ánimo nos repartía flechas envenenadas de hojas de tejo. A mi lado, el odio superaba a la puntería. Los carolingios, con su prepotencia y sus armaduras henchidas de polvareda divina, retornaban al norte, después de haber arrasado nuestra vieja Iruñea. Dentro de las murallas habían violado a nuestras mujeres, saqueado los almacenes repletos para el invierno y arrojado desde las torres de la ciudad a nuestros hijos aún sin destetar.
Sentí un mareo repentino y cuando recuperé la consciencia me encontré descendiendo por unas escaleras hasta lo más profundo del castillo. Guardábamos a los heridos en el fondo, al otro lado del aljibe al que los castellanos habían accedido y atiborrado de sal. Sin agua, apenas resistiríamos unas horas. Calmé el llanto a un muchacho que suspiraba por su hermano al que habíamos visto morir poco antes, tras recibir el impacto de una flecha de ballesta en su pecho.
Anochecía cuando a duras penas logramos izar la bandera blanca como estandarte, sustituyendo a la roja del castillo de Amaiur. Sonaron desde la lejanía del valle trompetas y cuernos. Pero, a pesar del armisticio, todavía lanzarían los enemigos varios golpes de cañón. Al día siguiente, sacaron a los heridos del castillo, los abandonaron junto a la ermita y nos condujeron presos a la cárcel de Pamplona.
Perdí la noción del tiempo en la «ciega», una celda sin luz donde el día y la noche se confundían entre los gritos de otros presos en el potro de los tormentos hasta que una mañana, desorientado y sin referencias, sentí el olor a salitre en mi semblante. Fuerte y hondo, tanto que azuzó mi voluntad y la de decenas de marinos que retornaban de mares lejanos atestados de bacalao, en Terranova. Volvían para liberar a sus compañeras acusadas de brujería por un inquisidor llegado de Burdeos al que llamaban Pierre Lancre.
Seguí mi camino con Xangarin, recuperado del futuro, hasta las hondas grietas de Zugarramurdi donde sentí una profunda conmoción al saber que, en esta ocasión, llegaba tarde. Niñas y ancianas habían sido condenadas a la hoguera, el peor de los castigos, a ser quemadas en vida porque hacían valer su condición respaldada por cientos de años de saber transmitido por sus madres y abuelas.
Tomé aliento junto a los hayedos de Irati y salté hasta las tierras bajas de Zuberoa, a la sombra de las montañas aún nevadas que escoltaban mi marcha. Junto al cura Bernard, al que conocíamos como Matalaz, me sumé a un ejército de desheredados que se alzó, con cuatro palos y mucha determinación, contra el conde de Iruri. Nos había robado nuestros comunales, subido los impuestos y despojado de nuestras cosechas. Los villanos mataron a Matalaz, pero recuperamos su cuerpo que escondimos y enterramos clandestinamente para recuerdo de las generaciones posteriores.
Recuerdo que perduró hasta que llegaron los iluminados de París y nos prohibieron nuestra lengua, contar las historias de nuestros abuelos y llamar pinpilinpauxa a la mariposa. Deportaron a nuestros padres y madres a las Landas, donde murieron de malaria, porque decían eran igual de salvajes e ignorantes que los del otro lado del Pirineo. No sabían lo que decían.
Esperamos. No demasiado. Hasta que un día alcanzamos la mansión de Munduteguy, el arquitecto de la deportación. Dormía ebrio en su casona de Senpere, después de celebrar las victorias de un tal Napoleón en el lejano Egipto y según dicen también en Prusia. Éramos decenas, cientos probablemente, enfocados con antorchas. Todos tuvimos la oportunidad de clavarle nuestro machete. Nadie sabe aún qué estocada fue la mortal.
Esa noche dormí como no lo había hecho jamás. Sin sobresaltos, hasta que una música militar me desperezó. El calor y la humedad eran terribles. Recogí con fuerza el recuerdo más cercano. Me había sublevado contra el servicio militar por dos veces, convivido junto a los carlistas contra las peseteros. Había luchado contra la subida del pan, contra el acopio del grano de los nuevos jauntxos, en las ferrerías, contra los planes de Zamacola y de Gamazo, en el reparto de tierras de la Ribera.
Ahora, sin embargo, estaba lejos de casa. Había desertado después de un viaje eterno, de ver a decenas de compañeros aspirar su último aliento por la fiebre amarilla para unirme a los insurgentes de José Martí y Antonio Maceo, en Baire. Había compartido con ellos la poesía de la rebelión y el olor a la pólvora de la batalla. El abecedario de la dignidad. Hasta que sentí el sabor dulce de mi propia sangre en un lugar desconocido.
Desperté de mi herida entre estridencias familiares, chillidos de gaviotas argénteas y charranes despistados. En la loma de Triano, refugiado de los embates del Cantábrico por el guardián del Serantes, Perezagua tomaba la palabra para pedir, con fluidez y contundencia, una respuesta a la patronal minera. Era una casucha de madera con el suelo por butaca y la voluntad por pedestal.
Gallarta ardía de enemistad hacia los patronos que nos hacían trabajar 12 horas, que nos pagaban con vales canjeables solo en sus cantinas, que abandonaban el mundo mortal para refugiarse al otro lado de la ría, en villas construidas con el sudor de nuestros hermanos y la congoja de nuestras mujeres. Sentí la emoción de la solidaridad, el calor de la entrega y una fuerza que ni los sables de la Guardia Civil ni los soldados del Garellano podrían detener.
Aquellos monstruos de Neguri volvieron a las andadas y sin siquiera retener el tiempo, me encontré en las trincheras de los Intxortas, rodeado del vigor de una juventud que no paraba de referirme una música que, en otros pentagramas, me resultaba extremadamente conocida. Historias de amor, de decencia y, sobre todo, de audacia. Nadie tenía vergüenza de armar el máuser, de rellenar la recámara de la star. Orgullosos de defender su casa, como Aresti lo captaría más tarde, de la manada de chacales. Hombres y mujeres que, meses después, serían calcinados en Durango y en Gernika.
Salté parapetos con los supervivientes, canté viejas canciones al son de la trikitrixa. Recité versos de Etxaun, nostalgias de Xalbador. Entoné poemas de Lauaxeta y repetí hasta la saciedad el estribillo de la canción del gudari, al paso bajo la luna nueva por las viejas rutas de Larrun, ya no recuerdo si hacia el norte, tampoco si fue hacia el sur. Siempre con la confianza de sentirme arropado por el compañero que avanzaba delante, por el que cerraba la fila.
Hasta que me vi de nuevo alzando el puño contra la intolerancia, solidarizándome con aquellos que juzgaron militares de sable ligero, y condenaban en Burgos, por osar poner en juicio, el verdadero, a los dueños de nuestra existencia. En Lemoiz, en la Bárdena, un 3 de marzo de Gasteiz, un 12 de enero en Bilbao. Hombres y mujeres con los que caminé, hombro con hombro, hacia el futuro. Con los que compartí el pasado de los suyos y el de los míos. El mismo.
Fue, es, una caminata larga. Cargada de intenciones y coloreada por el fragor de la contienda. Con estaciones de destino y de partida. En las que se unían compañeras y compañeros con la ilusión intacta. En las que descendían otros, exhaustos. Un viaje sin comienzo ni meta, porque el viaje mismo se cobraba el objetivo. Un trayecto que no ha hecho sino comenzar para nuestros descendientes a los que dejamos un legado y un testigo. Una memoria identitaria
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