Reconocer es el comienzo

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Giovanni Giacopuzzi | Escritor

«Ni mandatos divinos, ni legitimidad internacional», para el autor el reconocimiento y la aceptación de la voluntad colectiva de decidir resulta clave, la fuente legitimadora, máxime cuando de entrada las reglas de juego están marcadas. En el análisis que presenta critica al «modernismo globalizado» que presenta el derecho a decidir como un anacronismo, y apuesta por el potencial transformador que la libre decisión contiene y que considera va mucho más allá de una movilización o un referéndum.

Pasan los años, lo decenios y la España invertebrada de Ortega y Gasset sigue estando presente hoy en día. El tema, sin embargo, no es una cuestión local. Hay otros países que se suponen alejados del virus de la soberanía interna cuestionada pero que en realidad no lo están. Porque la cuestión de fondo se dirige hacia la naturaleza de las reglas del juego, las del sistema político marco en donde se desarrollan las contiendas.

No es un cuestión pues que atañe a un contencioso o a otro. Lo de la soberanía política o económica hasta la soberanía, «libero arbitrio», individual o grupal, tiene a que ver con las normas, las reglas del juego. ¿Cuáles son sus fuentes legitimadoras originales? ¿Son compartidas? ¿Quién establece las normas, la normalidad, el sentido común? Porque la cuestión se complica cuando de entrada las reglas del juego están marcadas.

Hay una serie de cuestiones que se deberían tener en cuenta. El Derecho a Decidir tiene sentido en el momento en el que se determinan los sujetos que tienen voluntad de decidir. Porque ante todo hay voluntades, fuentes legitimadoras. Ni mandatos divinos, ni legitimidad internacional pueden resolver la cuestión. Antes de todo hay que aceptar las voluntades.
Aquí surge el primer obstáculo, el meollo del conflicto: unas voluntades se reconocen a si mismas y por diversos motivos. Por la construcción de su y de la historia, por el sentido de pertenecía y también por reconocer a la otra que le niega su propia existencia. Esa otra que no reconoce esa voluntad, la niega, y además se considera, a sí misma, omnicomprensiva con la otra. O sea un sentido de pertenencia por negación. Para dirimir el contencioso hay, en consecuencia, necesidad de dos voluntades: una que quiere ser y la otra que lo reconoce. Y al revés, por supuesto.

Volviendo al tema concreto que no ocupa, se conoce que por la normativa actual española el único sujeto con potestad decisoria es el pueblo español. Así que todo el debate está marcado por un vicio de contenidos más que de forma. Si no hay otro pueblo que pueda decidir sino el español… el pueblo vasco, catalán o gallego, por la jurisprudencia española, no existen.

Aquí no hay vuelta de hoja. Jurisprudencia y realidad no siempre coinciden. La primera está relacionada, a veces, más con la fantasía egocéntrica que con vida real. ¿Cómo que no existen sociedades vasca, catalana y gallega? Las mismas normativas españolas establecen elecciones en diversos niveles. Las fuerzas políticas que reivindican que existen los pueblos catalán, vasco y gallego están avaladas, en grado diverso, por los electores, llegando a ser, en los primeros dos casos, amplia mayoría. Esa es la realidad.

O sea prácticamente, y no formalmente, la jurisprudencia española inventa una «no existencia» para definir un poder super partes, del que es depositario el pueblo español. Que por supuesto existe pero no es reconocido por lo menos en Cataluña y Euskal Herria en los términos establecidos en la Carta Magna española. Te reconozco como vecino histórico, hasta de ser parte de mi, pero no como dueño de mi voluntad.

Así que cuando se lee que para ejercer una declaración de soberanía hay que «respetar las norma y las reglas democráticas» uno percibe inmediatamente la tergiversación. Lo coherente es recurrir al Constitucional porque esas normas y reglas, del no reconocimiento, están bajo su control. Pero si no me reconoces ¿cómo puedes plantearme que un tribunal sentencie sobre cualquier cosa definida como democrática?

Porque todo sería legítimo si me reconoces. Que me digas que lo que hago no está bien, que harás de todo, dentro de los márgenes de la dialéctica política, para convencer a la mayorías de tu postura, que lo mejor es quedarse bajo el mismo paraguas, que aquí hay café para todos. También que me digas que si me voy de España es la ruina, que si lo haces, no te quiero ver ni en pintura, que hablaré con el resto para que te dejen en ayunas (así añorarás el café). Es tu derecho.

Si no quieres construir la vecindad en pie de igualdad de derecho y deberes, nadie, democráticamente, puede forzarte contra tu voluntad. Tu sabrás. Son legítimas también tus rabietas. Porque piensas que te han quitado el juguete. Pero son legítimas, nuevamente, si me reconoces. De lo contrario, tu legitimidad, tus «reglas democráticas», tus normativas, son técnicamente y de hecho autoritarias y por ende no tienen legitimidad democrática. Porque me las impones en vez de compartirlas. Hazme compartir también tus rabietas que quizás con el tiempo te pueda hacer entender que no era para tanto.

Aunque se alardee de modernidad, en el fondo de esa versión negadora hay una continuidad con la mentalidad de la Edad Media, donde lo religioso impregnaba todo, cuando la diversidad de opiniones era conside- rada herética. Así que el enemigo y contamina- dor reivindica la soberanía, en el mejor de los casos, porque es «anacrónico», anclado en los siglos pasados. Con un Rey y además un ministro de Interior para quien el matrimonio entre homosexuales va a acabar la raza humana, ya nos contarán sobre lo anacrónico.

Por cierto, esta percepción de la realidad no deja a nadie inmune. No se trata de que quien reivindica una soberanía negada no haya reivindicado, asimismo, una cierta absolutización de su misma consideración, «España no existe, existe solo el Estado español». La evolución ideológica, o más bien la consideración de una realidad menos esquemática, ha llevado a fundamentar la propia existencia con la del otro. Ni mejor ni peor que el otro. Sino más bien en la necesidad de la existencia del otro.

Asumir la complejidad, pero sobre todo la diversidad del mundo y de la existencia, otorga a la sociedad negada por lo menos un reconocer que el absolutismo, lo sagrado, es parte de algo ajeno al reconocimiento de derechos y deberes, que debería ser el fundamento de una «démos cràtos» (siempre que haya voluntad de construirla).

El modernismo globalizado y neoliberal no ha admitido todavía, y no admite, que lo que surge no sea lo mejor de lo posible. La que conocemos como «democracia parlamentaria» es un concepto que roza el absolutismo conceptual. Si leemos el discurso de Sarkozy de 2007 en Dakar, o el del presidente italiano Napolitano con respecto a la represión de los fachas italianos en la ex Yugoslavia, vemos que el ADN del colonialismo está incrustado en el la consideración que Occidente hace de sí misma. En el fondo la violencia se relativiza, se democratiza cuando «hay que ejercerla» para exportarla y porque se ejerce contra quienes no aceptan «ese» absolutismo institucional y económico. Cuando se achaca de anacronismo a quien propone la soberanía, habría que preguntarle la diferencia «anacrónica» entre las prefecturas romanas el comienzo de la historia y las 737 bases de EEUU en 63 países para velar «su» seguridad nacional.

¿Anacronismo el derecho a decidir? Habría que preguntárselo también a las y los trabajadores, a las mismas mujeres, a los niños y los ancianos si sus derechos de autodeterminación están progresando o volviendo a los tiempos preindustriales. (En 2013 para garantizar la presencia de las mujeres en las instituciones, y no sólo en la civilizada Europa hay que alcanzar la llamada «cota rosa» mientras los de los niños en las escuelas y los de los ancianos no son derechos sino «costes»).

Lo de la libre decisión no concluye con una movilización o un referéndum. O con una aplastante victoria electoral. Hay que ser y hacer parte de las decisiones, reconociendo las voluntades para construir un mundo más justo. De esa forma también se retrata quien lo quiere, el mundo más justo, y quien no.


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