Democracia y geopolítica
La geopolítica existe sin duda, como existen las trampas para pájaros y las alambradas electrificadas; y estamos obligados a ceñir nuestro análisis y nuestras decisiones a sus severas leyes. Eso se llama realismo y una cierta dosis de realismo es siempre necesaria, a condición de que recordemos que la realidad es aquí un resultado histórico -una trampa para pájaros y no un dato meteorológico- y que sus severas leyes tienen que ver con la conservación y soberanía de los Estados y no con la liberación y soberanía de los pueblos. Quiero decir que no puede haber política exterior de izquierdas en un mundo en el que la soberanía nacional, permanentemente negociada y cuestionada, debe acomodarse a relaciones de fuerza desiguales e injustas. Cuanto mayor es la determinación geo-estratégica, menor es la autodeterminación democrática.
Si se trata sólo de proteger la existencia de un linaje o un régimen, como en Arabia Saudí o en Siria, política interior y política exterior coinciden hasta el punto de que los gobiernos tratan a sus propios ciudadanos como a extranjeros, fichas negociables o sacrificables en la partida geoestratégica de la que depende su supervivencia. Si se trata de proteger un régimen económico, como en el caso de los EEUU, la dimensión imperialista tiende a interiorizar los otros territorios y los otros pueblos como medios para asegurar los intereses “nacionales”. Pero incluso los gobiernos más representativos y democráticos -los de América Latina- se dejan imponer el criterio de la conservación -volviéndose por tanto conservadores- y sucumben al realismo de las trampas para pájaros. No digo que no haya que hacerlo; digo que no hay ninguna diferencia ideológica entre afirmar, como hace EEUU, que Pinochet en otro momento o ahora el general Sissi “están dando pasos hacia la democracia” y apoyar a Bachar Al-Assad, como hace Venezuela, por su “heroico anti-imperialismo”. Las razones geo-estratégicas son siempre de derechas porque ignoran o impiden la autodeterminación de los pueblos; por eso, este modo de razonar resulta particularmente chirriante cuando se utiliza desde la izquierda, y más si no se presenta como el inevitable reconocimiento de una derrota soberana de los propios principios en un contexto de dilemas y peligros sino como una defensa de los mismos pueblos que esta política exterior conservadora desprecia y sacrifica.
La llamada “primavera árabe” fue también, o sobre todo, una protesta visceral de los pueblos contra el cepo geoestratégico en el que llevaban un siglo atrapados. Nadie podía esperar, desde luego, que los movimientos populares abolieran sus severas leyes, pero sí que introdujeran en ellas desplazamientos significativos que relajaran su yugo y permitieran márgenes mayores de soberanía y democracia; es decir, de autodeterminación. Casi tres años después, podemos decir que se han producido enormes cambios, sí, en un orden estratégico que, sin embargo, mantiene inalterada -o incluso aumentada- su mordaza. La geo-estrategia (es decir, la derecha) se lo come todo. Los pueblos retroceden. De hecho retroceden hasta el punto de que, bajo la presión geopolítica, es cada vez más difícil reconocerlos. Lo que comenzó siendo claramente una guerra de los pueblos contra los regímenes, hoy se ha convertido -según la certera expresión de Vincen Geisser– en “una guerra de pueblos contra regímenes, de pueblos contra pueblos y de regímenes contra regímenes”.
Pero los cambios son indudables y tienen que ver sobre todo con el debilitamiento de los EEUU y el retorno de una volatilidad geopolítica que pone fin -20 años después- a la Guerra Fría para restablecer, como en la primera guerra mundial, una dinámica de luchas inter-imperialistas en las que la democracia sólo puede salir perdiendo. No hay ya bloques ni ideologías y las alianzas tácticas más extravagantes se suceden en la región a un ritmo vertiginoso. Pero EEUU ya no manda o al menos no se siente cómodo en su posición hegemónica. Fijémonos en algunos indicios. Arabia Saudí muestra claramente su rechazo a la política estadounidense en relación con Siria y con Irán renunciando a su asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU y financiando los grupos yihadistas más radicales. El ejército egipcio da un golpe de Estado contra los Hermanos Musulmanes, apoyado por Arabia Saudí, Israel y Siria, y EEUU tiene que “tragárselo” y negociar e incluso aceptar el acercamiento entre Moscú y El Cairo. Israel protesta por las negociaciones de EEUU con Irán y miembros de su gobierno declaran que ya no es un “socio fiable” y que habrá que buscar “nuevos aliados”. Irán, dispuesto a hacer concesiones en su programa nuclear, negocia a cambio con EEUU el estatuto de Siria. Rusia, que defiende un puñado de intereses, utiliza la crisis siria más bien para cobrarse una victoria sobre los EEUU y volver a la escena internacional en gran potencia, preparándose para próximos movimiento más amplios y más ambiciosos.
Pero de este debilitamiento de los EEUU en favor de un orden volátil en el que Bachar Al-Assad no cae, Arabia Saudí e Irán, siameses enemigos, afirman su influencia, Egipto restablece y refuerza la dictadura, la Rusia de Putin se agiganta y un Israel amenazado y “emancipado” se deja tentar por la irresponsabilidad unilateral, ¿qué han ganado o qué pueden ganar los pueblos que se levantaron en 2011 por la dignidad, la democracia y la justicia social? Basta repasar las fuerzas en litigio para reprimir todo optimismo. Ni la causa palestina ni la causa democrática ni la causa anticapitalista ni la causa feminista parecen más compatibles con este nuevo orden geo-estratégico que con el anterior.
¿Ninguna causa popular obtiene nada de este asfixiante realismo de derechas? Quizás sólo los kurdos y a escala aún incierta. Me explico. De todas las revoluciones pendientes en el mundo árabe -y que parecieron también posibles en 2011- hay una que es, a mi juicio, condición de todas las demás: la de las lenguas y culturas minoritarias. La “arabidad” ha jugado un papel central como elemento ideológico legitimador de las dictaduras árabes; la lengua árabe ha estrangulado la expresión de todas las lenguas “vernáculas”, tanto de los dialectos árabes locales como de las otras lenguas -bereberes o kurda- de la región. Esta “arabidad” ha sido impuesta desgraciadamente desde el islamismo, pero también desde el nacionalismo árabe y desde amplios sectores de la izquierda. De hecho, los amazigh -o los tubu- de Libia y los kurdos de Siria se sumaron a las revoluciones contra Ghadafi y contra Al-Assad para defender un modesto marco de derechos culturales desde el que pudieran reivindicar su lengua y su cultura, negadas de raíz por las dictaduras. Hoy los bereberes de Libia temen que la nueva constitución los excluya de nuevo, como en tiempos de Gadafi, y multiplican las movilizaciones, ocupando incluso refinerías de petróleo, para recordar sus demandas en un contexto caótico, herencia gadafista, dominado por el tribalismo, el islamismo y la violencia.
En cuanto a los kurdos sirios, enfrentados al régimen, tienen razones sobradas para desconfiar de la oposición, muy especialmente de los yihadistas, a los que se enfrentan militarmente, pero también de los vecinos que dicen apoyar a los rebeldes. Hay que leer los artículos de Manuel Martorell y Karlos Zurutuza para comprender la complejidad y las estimulantes especificidades del “frente kurdo” en Siria. Más allá de las divisiones y de algunas denuncias de abuso de poder, podemos decir que el proyecto del PYD sirio, partido próximo al PKK turco que no pide la independencia y que controla un amplio territorio junto a la frontera con Iraq, se ofrece como modelo para un futuro mejor: pues concilia islam, laicismo, democracia, feminismo y justicia social. ¿Puede el PYD y el pueblo kurdo en general salir mejor parado que el resto de lo actores populares regionales?
Tiene quizás una modesta oportunidad. En este nuevo orden de derechas, Turquía es claramente la fuerza perdedora. Apostó muy alto al abandonar su alianza con Bachar Al-Assad en agosto de 2011 para tratar de extender su influencia regional a través de los Hermanos Musulmanes y sus ramas locales, cuya victoria parecía irresistible tanto en Oriente Próximo como en el norte de África. Calculó mal. El golpe de Estado en Egipto y la agonía siria han dejado a Erdogan un poco fuera de juego. Tiene que cambiar de estrategia y de aliados y, en este contexto, parece inclinado -si no obligado- a revisar su política frente a los kurdos, cuya “conciencia nacional” ha cruzado ya todas las fronteras. La reciente visita oficial a Ankara de Barzani, presidente del Kurdistán iraquí, y la polémica que ha generado en Turquía en medios nacionalistas, expresa la voluntad común (de Erdogan y Barzani) de limitar la influencia de la izquierda kurda, pero también un reconocimiento por parte del gobierno turco de la necesidad de arreglar la “cuestión kurda”, para lo que tendrá sin duda que hacer algunas concesiones dentro y fuera del país. Cualesquiera que haga, será una victoria de la que tendremos que alegrarnos.
En definitiva, el debilitamiento de los EEUU en la zona no beneficia necesariamente a los pueblos, que corren el peligro, tras su heroico levantamiento contra las dictaduras y por la dignidad, la democracia y la justicia social, de verse atrapados en una nueva trampa para pájaros, igual o peor que la anterior. Los que reducen sus análisis y decisiones al realismo de derechas de la geopolítica, ignorando o despreciando las legítimas protestas de los pueblos, deberían recordar que, en un mundo en el que no hay ninguna fuerza realmente existente a su izquierda, hay en cambio muchas fuerzas regionales a la derecha de los EEUU -con Israel a la cabeza- y potencialmente tan imperialistas como EEUU. Hay momentos en que los anti-estalinistas echamos de menos a la Unión Soviética; ojalá no llegue el momento en el que los anti-imperialistas echemos de menos a los EEUU. Eso dependerá del desenlace final de la lucha entre los actores geoestratégicos, sí, pero sobre todo de la lucha entre la geo-estrategia y los ciudadanos.
(*) Santiago Alba Rico es filósofo y columnista.
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