La rebelión de los “enruanados”

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El 19 de agosto se inició un paro agrario que con el paso de los días se convirtió en la protesta social más importante que se ha llevado a cabo en Colombia en las últimas décadas. Entre los elementos más destacados de esta movilización se encuentra la participación activa de campesinos de Boyacá, cuyo elemento más representativo es la ruana, una prenda de vieja usanza que abriga a hombres y mujeres de las tierras frías y templadas de la campiña boyacense. Aunque en este paro han participado campesinos de otras latitudes del territorio colombiano, por la importancia simbólica de la ruana, puede decirse que hemos presenciado la rebelión de los enruanados.

LOS MOTIVOS

Los motivos para que la población colombiana proteste son tan amplios que uno debería preguntarse no por qué protesta la gente, sino más bien por qué protesta tan poco. En todo el territorio colombiano, pero en especial en el mundo agrario, se acumulan agravios e injusticias centenarias que ayudan a explicar la rabia popular que estalló durante el paro. Las humillaciones que soportan los campesinos, los motivos, pueden ser analizados en tres temporalidades diferentes: en el largo, mediano y corto plazo.

Largo plazo

Durante los últimos doscientos años, tras la independencia de España, en lo que hoy es Colombia se consolidó un modelo agrícola basado en el latifundio y el poder de los terratenientes, a costa de la expropiación violenta de las tierras que pertenecían a las comunidades indígenas y a los campesinos. Algunos de estos sectores fueron arrinconando en minifundios y otros fueron expulsados violentamente de sus tierras y se vieron obligados a colonizar las tierras baldías, las que luego también fueron acaparadas por los terratenientes. Desde el punto de vista político, los campesinos fueron convertidos en carne de urna para legitimar a los gamonales de uno u otro partido, o en carne de cañón como reclutas de los ejércitos partidistas en las innumerables contiendas civiles del siglo XIX y durante la época de la Violencia desde mediados de la década de 1940.

Cualquier intento de reforma agraria ha sido aplastado mediante la violencia terrateniente contra los campesinos. Sus organizaciones han sido destruidas, sus líderes perseguidos y asesinados y a los campesinos se les ha mantenido como clientela política del bipartidismo.

En el largo plazo se observa una concentración de la propiedad, poca participación política del campesinado, desigual tributación como expresión de la diferenciación de clase, un gran poder de parte de latifundistas y ganaderos y, en general, una tremenda injusticia.

De aquí emergen unas reivindicaciones históricas de los campesinos encaminadas a que se efectúen reformas estructurales, de fondo, en cuanto a la redistribución de la propiedad, democratización de la vida en el campo y solución a los problemas acumulados de pobreza y desigualdad.

Mediano plazo

Más cerca del momento actual, en 1972 se selló el Pacto de Chicoral, con el cual se liquidó cualquier intento de Reforma Agraria en el país, se institucionalizó la ganadería extensiva como forma de explotar la tierra, y se divide al movimiento campesino, con la creación de la Línea Armenia de la ANUC. A pesar de todo, los campesinos libran importantes luchas por la tierra en varias regiones del país. Como respuesta, los terratenientes organizaron ejércitos paramilitares desde comienzos de la década de 1980, que han masacrado a colonos y campesinos en un cortejo de sangre que se prolonga hasta la actualidad, y detrás del cual se dibuja una reconcentración de tierras, como parte de una anti-reforma agraria, en manos de los viejos y los nuevos latifundistas, asociados con el narcotráfico.

En esta fase de mediano plazo sobresale la apertura económica, convertida en política oficial del gobierno neoliberal de César Gaviria Trujillo (1990-1994), cuyo lema “bienvenidos al futuro” representó la entrada del país en el libre comercio, que golpeó a toda la economía colombiana, pero que ha tenido un impacto nefasto en el campo, puesto que destruyó importantes renglones de la actividad productiva –entre ellos el café-, desprotegió a la economía campesina y propició la llegada de capital y productos provenientes del mercado mundial que arrasaron con la producción local.

Ante la crisis de la producción campesina tradicional, se consolidaron en varias regiones de la geografía nacional los mal llamados “cultivos ilícitos”, a cuya siembra se han dedican campesinos y colonos como único medio de supervivencia, con lo que se configura un nuevo sector de campesinos y colonos, que soportan la “guerra contra las drogas”, con la represión y despojo que la acompañan.

Por estas razones, y considerando los diferentes sectores sociales del campo, emergen reivindicaciones diversas, entre ellas las de las denominadas “dignidades agrarias” que se centran en la defensa de la producción nacional y mejores precios. Por su parte, un sector ligado a los colonos exige la legalización de los títulos, la adjudicación de zonas de reserva campesina, la sustitución de cultivos de hoja de coca y el impulso de obras de infraestructura. Esos campesinos se encuentran en las zonas donde tradicionalmente ha hecho presencia la guerrilla.

Corto plazo

La apertura económica fue el primer paso de la estrategia de libre comercio, que se ha ratificado en los últimos años con la aprobación de catorce Tratados, entre los cuales sobresale el que se firmó con los Estados Unidos. Como resultado de estos acuerdos aumentó la cantidad de productos alimenticios procedentes del imperio del norte y de la Unión Europea –cuyos productores cuentan con cuantiosos subsidios-, lo que ha perjudicado en forma negativa a arroceros, lecheros, paperos, avicultores y a productores de maíz y diversos granos. Durante el primer año de funcionamiento del TLC, las importaciones de alimentos que provienen de Estados Unidos aumentaron en un 81%, con menores costos que los de la producción local, con lo que han caído los ingresos de los hogares campesinos. Al mismo tiempo, se ha generalizado la llegada de fertilizantes, agroquímicos y semillas mejoradas que inciden sobre los precios de producción y suponen la imposición de un monopolio de las cadenas tecnológicas por parte de Monsanto y otras multinacionales, hasta el punto que en Colombia el precio de los fertilizantes es de los más altos del mundo. Con todo ello, disminuye el empleo agrícola y se fortalece la agroindustria exportadora, que no produce alimentos, mediante la concesión de baldíos y subsidios a grandes empresas nacionales y extranjeras, como se hace en los Llanos Orientales.

Como complemento y resultado de la crisis agrícola, se impulsa el proyecto de convertir a Colombia en un país minero, lo cual supone utilizar las tierras con otros propósitos distintos a la producción de alimentos, con lo cual se firma el acta de defunción de los campesinos.

Este panorama de corto plazo se expresa en las solicitudes de modificar los TLC, en proteger algunos renglones de la producción agraria y pecuaria, en mejorar la infraestructura de transporte y reducir las tarifas de los combustibles para abaratar los precios internos de los productos.

EL REPERTORIO DE LA PROTESTA

Las múltiples reivindicaciones de los campesinos y la diversidad de sujetos participantes en el paro le dieron desde el principio una renovada actualidad a la cuestión agraria, en un país en donde desde las ciudades se pensaba que los campesinos no existían.

El repertorio de acciones de protesta ha sido muy amplio y variado. Sobresale entre esos repertorios el bloqueo de caminos y carreteras por parte de colonos y campesinos, como procedimiento básico de movilización, por qué cómo puede hacerse visible un paro agrario, en un país en el cual la información está monopolizada por grandes cadenas que ocultan las protestas sociales. Además, un paro de los campesinos no puede entenderse como dejar de usar los machetes y azadones, algo de lo que nadie se entera, sino como una acción activa con hechos que se muestren fuera de las parcelas.

También se realizaron marchas y movilizaciones hacia los pueblos, cabeceras municipales y ciudades capitales, y como defensa ante la represión se atacaron los símbolos del poder en algunos lugares del país (como en Duitama, Tunja, y otros lugares). Se recurrió a la denuncia por redes de información sobre las acciones criminales del ESMAD (Escuadrón Móvil Antidisturbios), que dieron a conocer en Colombia y en el exterior la magnitud de la represión. En algunos lugares (Casanare y Cauca), como un método innovador, los campesinos detuvieron a miembros del ESMAD y la policía y los intercambiaron por campesinos que esos cuerpos represivos habían detenido.

El paro concitó la solidaridad de otros sectores sociales (estudiantes, profesores, trabajadores, habitantes urbanos) y también sirvió como catalizador de otras protestas y reivindicaciones, como la de los camioneros, mineros y profesores. Algunos de esos sectores implementaron el repertorio del cacerolazo, de amplia utilización en otros lugares de América Latina.

Llama la atención el nivel de organización de los pobres del campo, que, a pesar de décadas de represión y criminalización, mostraron una enorme vitalidad e iniciativa para nuclear a diferentes sectores agrarios, a pesar de la existencia desde el principio de un triple pliego de peticiones encabezado por tres sectores claramente diferenciados: uno el de las denominadas “dignidades” (arrocera, cafetera, cacaotera y papera); otro el del Coordinador Agrario Nacional (CAN); y un tercero el de la a Mesa Nacional Agropecuaria de Interlocución y Acuerdos (MIA Nacional). Esta diferenciación, que indica la heterogeneidad del mundo agrario, no impidió que se efectuaran acciones coordinadas en todo el país, aunque cada región o sector mantuvo su autonomía, pero si repercutió en la política divisionista del régimen, que empezó a hablar primero con unos sectores en forma aislada. Además, la movilización no contó con el respaldo de los partidos políticos de izquierda, que intervinieron en forma tardía, y algunos de ellos con objetivos claramente electoreros. Aunque, por supuesto, miembros de la izquierda y politizados si participaron de manera activa en el movimiento. Esto indica que estamos ante la emergencia de líderes internos, y en gran medida anónimos, surgidos del seno mismo de sus comunidades y con cierto poder de convocatoria.

ESCARNIO Y REPRESION

Desde el principio el régimen no solamente desconoció las razones del paro, sino que procedió, como es habitual en Colombia, a catalogar el movimiento como fruto de la acción de sectores infiltrados (para referirse a las FARC), como una clara muestra de criminalizar a los campesinos y de justificar por anticipado todo el coctel represivo que iba a emplear contra las gentes del campo. Es evidente una primera contradicción en el discurso oficial: si por un lado su locuaz Ministro de Defensa (sic) dice que las FARC están aniquiladas, porque Santos y otros de sus ministros consideran que la insurgencia es la responsable de una protesta de tipo nacional.

Al lado del régimen se situaron los medios de comunicación tradicionales que en un principio decidieron no informar sobre la magnitud que adquiría la protesta o a calumniarla y señalarla como una manifestación de violencia azuzada por “infiltrados”. Luego, cuando por la magnitud de la protesta, y la difusión informativa en pequeños medios alternativos, los grandes medios se dieron a la tarea de negar las raíces de la protesta y a contraponer en una forma burda –como lo hizo la Revista Semana- la ruana con la capucha, con el fin de presentar una imagen distorsionada en la que se recalca en forma sutil que cualquier protesta termina siempre en violencia, y como tal debe ser rechazada y enfrentada por el régimen.

Ante los bloqueos, las marchas y movilizaciones, el gobierno reprimió brutalmente a los campesinos y dejó en el camino 12 muertos y numerosos heridos y detenidos. Esto en lugar de atemorizar a los labriegos los incentivó a mantener la protesta, la cual se radicalizó en algunos departamentos, como en Boyacá. Cuando la movilización alcanzó una cota máxima el jueves 29 de agosto, y en varias ciudades se presentaron multitudinarias marchas de apoyo, se procedió a reprimirlas con saña y a sabotearlas con la infiltración, esta si de verdad, de provocadores de la policía y miembros de las BACRIM –como la de los uribeños- para causar pánico y pavor en barrios y pueblos del país, con el fin de liquidar el apoyo que sectores de la clase media urbana le dieron a la protesta.

Solamente después de esa notable movilización, Santos procedió a entablar una mesa de diálogos, con la finalidad de aplacar la protesta, no sin antes anunciar la militarización del país, con 50 mil efectivos del Ejército, como si de una guerra se tratara, una clara advertencia de que se iba a recurrir a la violencia para sacar a los campesinos de las carreteras y caminos. Negociar por separado, una vieja táctica divisionista, se puso otra vez en marcha, lo cual no liquidó la protesta, que se mantuvo en otros lugares del país, con sus propios ritmos y dinámica, aunque en algunos lugares los campesinos desbloquearon las carreteras, ante la amenaza de muerte que pendía sobre ellos, proferida desde la Presidencia de la República.

LOGROS Y RETOS

La movilización campesina no ha sido en vano, y ha dejado importantes enseñanzas para las acciones del futuro inmediato. Mostró que en este país solo la lucha y movilización organizada consigue visibilidad y reconocimiento, como ha lo han demostrado los campesinos de El Catatumbo y más recientemente los del paro agrario nacional. Aunque el régimen no apuesta a implementar las reformas estructurales que se necesitan para democratizar el campo colombiano, se vio obligado a hacer algunas concesiones coyunturales y de corta duración, tales como la promesa a los campesinos de Boyacá de modificar las condiciones en que se importan agroquímicos, eliminar algunos aranceles y crear algunos subsidios. Así mismo, se obtuvo la inyección de capital en el sector agropecuario de un billón de pesos para el año 2014. No obstante, estos son paños de agua tibia, que no remedían de ninguna manera los verdaderos problemas de los campesinos colombianos, y a los cuales ha tenido que recurrir el santismo para atemperar la protesta generalizada, actuando como un apagaincendios.

Un logro estratégico en el imaginario de la lucha consistió en no ceder ante la propaganda de la infiltración –un mecanismo de larga duración por parte del Estado y las clases dominantes- y reivindicar con sus propios intereses como sujetos autónomos, que actúan en forma digna para defender sus propias reivindicaciones. De esta manera se enfrentó el anticomunismo visceral –ahora presentado como antiterrorismo- del que han hecho gala las clases dominantes de este país desde hace décadas, para justificar la represión y desarticulación de la protesta social.

Otro logro de gran importancia radicó en que se desnudaron los verdaderos alcances de los TLC y quedó hecha añicos la propaganda del régimen, de los empresarios y de todos sus áulicos mediáticos sobre los supuestos beneficios de esos acuerdos.

Por supuesto, el hecho que no se hubieran alcanzado las reivindicaciones estratégicas (revisar o derogar los TLC, una reforma agraria, replantear el agronegocio y obligar al Estado a no apoyar a los grandes capitalistas en su política de robo de baldíos) indica que este paro no ha sido el fin de la lucha, sino más bien el comienzo de un ciclo de protestas, en el cual es preciso unificar las demandas, sin que eso signifique renunciar a la autonomía local y regional, al tiempo que se integran diversos sectores sociales y políticos en un programa común de convergencia que enfrente al régimen y a sus proyectos económicos, sociales y políticos y que replantee los asuntos álgidos del libre comercio y de la reestructuración de la propiedad de la tierra, entre otros puntos de carácter estratégico.

 

Renán Vega Cantor es historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional, de Bogotá, Colombia. Autor y compilador de los libros Marx y el siglo XXI (2 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 1998-1999; Gente muy Rebelde, (4 volúmenes), Editorial Pensamiento Crítico, Bogotá, 2002; Neoliberalismo: mito y realidad; El Caos Planetario, Ediciones Herramienta, 1999; entre otros. Premio Libertador, Venezuela, 2008. Su último libro publicado es Capitalismo y Despojo.


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