Latinoamérica, de la revolución política a la revolución social

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No cabe duda que en los últimos 15 años Latinoamérica se ha convertido en la región del planeta que más ilusión despierta en quienes no creemos en el “final de la historia” y seguimos apostando por un mundo de justicia y libertad, donde las riquezas que generan los trabajadores y las trabajadoras sean administradas para el uso y disfrute de esos mismos trabajadores y trabajadoras y no para la acumulación de una pequeña oligarquía financiera que se ha apropiado del mundo.
A partir de la caída del llamado campo socialista y la desintegración de la URSS, la última década del Siglo XX estuvo marcada por la absoluta desorientación de una izquierda que había perdido el referente y que optó, o por el camino de la conversión al dogma liberal y el pacto con la derecha para obtener migajas de poder, o por el dogmatismo y el ostracismo alejado del sentir de los sectores empobrecidos. Ante esta debilidad manifiesta en el campo popular, los sectores de poder en América Latina, bajo el amparo de Estados Unidos, acometieron la imposición a ultranza de una versión extrema del sistema capitalista basado en políticas neoliberales con sustento en las teorías de Milton Friedman y que se traducen en el conocido como “Consenso de Washington” nacido en 1989 y, a través del cual, los organismos multilaterales van a imponer estas recetas de no intervención estatal, desregulación de las condiciones de trabajo a favor del empresariado y progresiva privatización de la economía y la vida social al conjunto del continente.

La aplicación de estas recetas de libre mercado van a extenderse por toda Latinoamérica a excepción de Cuba, con resultados catastróficos, destruyendo las de por si débiles industrias locales, incrementando la desigualdad social y la concentración de la riqueza, generando la prácticamente total desaparición por empobrecimiento de la llamada “clase media”, precarizando el empleo con la consiguiente exclusión social y laboral de las grandes mayorías y generando un circulo vicioso de corrupción entre los políticos y funcionarios gubernamentales que aplicaban las privatizaciones y políticas favorables a las empresas multinacionales y estas últimas que por mecanismos poco transparentes se hicieron con la propiedad de prácticamente todas las riquezas del continente.

Pero los años 90 no fueron una taza de leche para los neoliberales. La reacción y creciente resistencia de los movimientos sociales a lo largo y ancho del continente, desde los Zapatistas en México, pasando por los Sin Tierra brasileños, el Caracazo venezolano o las luchas de indígenas y campesinos en Bolivia o Ecuador fueron configurando un contrapoder que sería capaz de poner en jaque a los regímenes neoliberales y, a través de la combinación de movilización popular contundente y construcción de instrumentos políticos para la participación en procesos electorales, modificar sustancialmente el escenario político del continente en la primera década del siglo XXI.

La revolución política latinoamericana: alcances y limitaciones

Lo que viene sucediendo en América Latina a partir de las elecciones de 1999 en que Hugo Chávez accede a la presidencia en Venezuela es una verdadera revolución política de alto impacto en la estructura del poder político en la región. Sirva de ejemplo mencionar que cuando en 1996 se celebró la Cumbre de las Américas sobre Desarrollo Sostenible en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, más de la mitad de los jefes de estado asistentes habían estudiado en Estados Unidos; esta es solo una muestra del perfil de la clase política de América Latina. Estados Unidos había logrado con éxito maquillar su imagen y sustituir a los gorilas que gobernaban el patio trasero para ellos en los 70, por un conjunto de tecnócratas liberales con la misma obediencia ciega al imperio pero con imagen más amable. La gran mayoría de los presidentes, ministros o parlamentarios de la región eran hombres, viejos, blancos y ricos en un continente donde lo que prevalece es exactamente lo contrario. En los hechos, la “democracia liberal latinoamericana” se configuraba como un verdadero apartheid; los sectores populares, obreros e indígenas no tenían voz alguna en un escenario político en el que solamente estaban representadas las élites oligárquicas herederas del sistema colonial y que, por tanto, legislaban y gobernaban en función de sus intereses excluyendo las demandas del 99% de la población.

Hoy, 15 años después del primer discurso de Chávez como presidente de Venezuela, la estructura política continental ha cambiado sustancialmente, buena parte de los gobernantes latinoamericanos proviene de las luchas sociales y movimientos populares, en Bolivia un dirigente campesino aymara, en Venezuela un sindicalista del transporte, en Ecuador un economista sin vinculación con el poder económico tradicional, en Uruguay, Nicaragua y El Salvador ex guerrilleros con trayectoria de lucha en las principales fuerzas insurgentes que combatieron a las dictaduras. Pero no solamente eso, nuestros parlamentos se han llenado con las voces del pueblo: trabajadoras del hogar, obreros, hombres y mujeres indígenas, militantes feministas, intelectuales antes vetados por el sistema, estudiantes, dirigentes vecinales y una vasta representación de la mayoría social antes excluida.

Por eso resulta tan incongruente e indignante el discurso reiterado hasta el hartazgo por la derecha internacional y los medios de comunicación que detenta en cuanto al supuesto “peligro” que corre la democracia en el continente. Justamente en un momento histórico en que, por el contrario, la política se ha democratizado enormemente alcanzando a las grandes mayorías con niveles de participación social y popular envidiables para cualquier territorio del planeta.

Esta irrupción de las clases subalternas y oprimidas en el pasado, hoy disputándole a la oligarquía continental espacios de poder y toma de decisiones, tiene los alcances de una verdadera revolución política de gran calado que además, en su discurso y práctica, con matices y diferentes intensidades, ha roto claramente con el consenso de Washington, enterrando el ALCA (libre comercio con Estados Unidos), marcando un posicionamiento antiimperialista y enfrentado al paradigma neoliberal.

No obstante, esta revolución política comienza a mostrarse insuficiente a las necesidades de la mayoría social, porque si bien hoy por hoy podemos decir que, al menos en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua o El Salvador las clases populares detentan el poder político, no podemos decir lo mismo del poder económico que es finalmente el que importa. Y es que, a pesar de los avances reales en el control estatal de los sectores estratégicos, es evidente que la propiedad de los medios de producción y la riqueza sigue estando en las manos de los mismos de siempre. Esta paradoja de que una clase detente el poder político y otra el poder económico difícilmente es sostenible en el tiempo y llevará necesariamente a un punto de quiebre, que al parecer en Venezuela está muy cerca. En este escenario probablemente lo que suceda sea una de dos cosas: O que la oligarquía tradicional apoyada y financiada por Estados Unidos, a través de la combinación del boicot económico y la violencia desestabilizadora logre desgastar hasta derrotar a las fuerzas populares. O, por el contrario, que estas últimas lograrán trascender la revolución política hasta profundizarla en una verdadera revolución social.

“Levántate, pueblo leal, al grito de revolución social”

Viendo lo que hoy sucede en Venezuela me surge una pregunta. El boicot económico de la burguesía importadora parasitaria que acapara y desabastece a la población con fines claramente desestabilizadores, al tiempo que se beneficia de los subsidios del gobierno bolivariano a las importaciones: ¿Sería posible si dicha burguesía no tuviera en sus manos la importación y distribución de los bienes de consumo fundamentales? Por otra parte, ¿sin el poder económico que todavía detentan podrían mantener el pulso golpista en la calle como lo hacen actualmente?

El tema de fondo es que más allá de las políticas sociales inclusivas que han practicado los gobiernos de izquierda latinoamericanos en los últimos tiempos, sin negar además el efecto positivo en la soberanía respecto a las multinacionales del norte y distribución más equitativa de la riqueza de las nacionalizaciones de importantes recursos naturales. El verdadero salto y lo único que puede garantizar los procesos que se viven en el continente es que, progresivamente se den pasos decididos hacia el cambio de la propiedad de los medios de producción o sea hacia una verdadera revolución social.

Se trata en tanto de generar medidas objetivas que, pongan en manos de la clase trabajadora el control de la economía y esto implica al menos lo siguiente:

· Diversificación económica con base en la economía social comunitaria: Una de las mayores debilidades de los procesos latinoamericanos es que no se ha roto con el problema histórico de la extrema dependencia de la exportación de materias primas. Gran parte del engranaje de políticas sociales en Venezuela o Bolivia dependen de la renta generada por los hidrocarburos. Si bien la reconducción de los ingresos estatales por el gas y el petróleo hacia la educación o la sanidad han redundado en disminución efectiva de la pobreza, el mantener modelos extractivitas dificulta la sostenibilidad futura de dichas políticas sociales al hacerlas dependientes de los precios internacionales de las materias primas, en mercados que no controlamos. En este sentido a futuro debería priorizarse la inversión productiva fundamentalmente agropecuaria, pero no sobre la base de la propiedad individual sino desde el horizonte de propiedad colectiva planteado por ejemplo con claridad en la Constitución boliviana en el marco de la economía comunitaria. Esto permitiría que sean las comunidades indígenas y campesinas quienes se conviertan en sujetos económicos que sustituyan a los especuladores e importadores garantizando un crecimiento económico con base ancha y soberanía alimentaria.

· Expropiación de los latifundios y su reorientación a la agroindustria comunitaria: Para que esto sea efectivo debe encararse más allá del discurso un proceso amplio de expropiación de los latifundistas y redistribución de la tierra a unidades productivas comunitarios o cooperativas, dando protagonismo en el proceso a los movimientos sociales de base agraria como el Frente Nacional Ezequiel Zamora en Venezuela, la CSUTCB, Conamaq o CIDOB en Bolivia, o la ATC en Nicaragua.

· Nacionalización de la industria, la banca y control obrero de las grandes empresas: Si bien la nacionalización de los sectores estratégicos de la economía ha avanzado fundamentalmente en Venezuela, Ecuador o Bolivia, hay dos aspectos importantes que profundizar. El primero está referido a la necesidad de que, progresivamente, todas las grandes empresas tanto productivas como importadoras, dejen de estar en manos de propietarios privados y pasen a ser de propiedad y beneficio del conjunto de la sociedad. El segundo es fundamental y complementa al primero y tiene que ver con el control de los mismos trabajadores y trabajadoras sobre la producción en sus centros de trabajo. De igual manera, la independencia económica y el fomento tanto a la economía comunitaria como a las industrias estatales con control obrero, solamente será posible si se construye una banca pública fuerte nacionalizando los capitales privados y sustituyendo así a los especuladores financieros.

· Poder popular y democracia directa: Además de combatir a los sectores oligárquicos tradicionales, debilitando el poder económico que detenten y, a través del cual, intentan recomponer su poder político, es importante evitar el nacimiento de burocracias políticas que, en base a su manejo y cercanía con el Estado tiendan a convertirse en una nueva élite dominante. Porque el objetivo de una revolución social como la que se plantea, no es cambiar de élites sino finalmente que estas desaparezcan. El único remedio contra la burocratización de los procesos es que los espacios de decisión tengan una presencia mayoritaria y protagónica de los movimientos sociales organizados, que las decisiones fundamentales se tomen de abajo hacia arriba con absoluto respeto a las dinámicas culturales y organizativas de cada comunidad y que finalmente los gobiernos no sean más que una expresión de las estrategias y aspiraciones planteadas por el pueblo organizado.

Finalmente se hace fundamental para la sostenibilidad de los procesos, fortalecer los vínculos de solidaridad entre pueblos, haciendo de la CELAC, la Unasur o el Alba verdaderos instrumentos de complementariedad económica y cohesión social continental que tiendan a disminuir hasta desaparecer la dependencia del continente respecto a la economía norteamericana. Para ello y para frenar las agresiones imperialistas, debe apoyarse de manera solidaria la lucha de resistencia de los pueblos del continente. En particular es clave tratar de romper el eje pronorteamericano que constituyen los gobiernos de México, Honduras, Colombia, Perú y Chile a favor del fortalecimiento de las organizaciones sociales y políticas antiimperialistas de dichos países. Debemos tomar en cuenta que la derecha auspiciada por Estados Unidos, está utilizando su poder económico para recuperar los espacios de poder político que ha perdido, la única respuesta eficaz desde el movimiento popular es emprender el camino de arrebatarles también el poder económico y eso se llama revolución social.


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