Los censores y los malhechores

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La libertad de expresión sólo existe cuando se aplica a las opiniones que se reprueban. Por otra parte, los ultrajes a su principio sobreviven mucho tiempo a los motivos que los justificaron y a los gobernantes que los usaron para reprimir. El 25 de octubre de 2001, en el clima rayano al pánico que siguió a los atentados homicidas del 11 de septiembre, un solo senador estadounidense, Russel Feingold, votó contra la Patriot Act, arsenal de disposiciones liberticidas que fue aprobado en bloque por los representantes del Congreso con el pretexto de la lucha contra el terrorismo. Trece años y un presidente después, esas medidas excepcionales siguen siendo la ley de Estados Unidos.

Es sabido que los ministros del Interior se preocupan más por el orden y la seguridad que por las libertades. Cada amenaza los alienta a exigir nuevos pertrechos represivos que concitarán a su alrededor a una población escandalizada o inquieta. En enero, a título preventivo, Francia ha prohibido varias reuniones y espectáculos juzgados contrarios “al respeto debido a la dignidad de la persona humana”. Al denunciar los monólogos antisemitas de Dieudonné, que “ya no es un cómico”, y cuyo método “ya dejó de ser creativo”, Manuel Valls amenazó: “No quiero descartar ninguna posibilidad, incluso un endurecimiento de la ley” (1). Pero un Estado democrático no debe aceptar sin estremecerse que un ministro de la policía juzgue el humor y la creación –aun cuando tanto uno como el otro estén ausentes.

En julio de 1830, Carlos X revocó por ordenanza la libertad de prensa. Uno de sus partidarios justificó, en ese momento, el restablecimiento del principio de la censura previa, que sustituía al recurso a posteriori frente a la justicia, en los siguientes términos: “Cuando interviene la represión, el daño ya está hecho; lejos de repararlo, el castigo le añade el escándalo del debate” (2). Sin embargo, tras la ordenanza real, los diarios se publicaron igual sin autorización previa, gracias a diversos subterfugios. El público se precipitó a leerlos y comentarlos. Y la Revolución derrocó al régimen de Carlos X.

Cerca de dos siglos después, los rebeldes, los parias y los malhechores tienen decenas de miles de seguidores en su cuenta de Twitter; YouTube les permite organizar reuniones en su salón, y perorar interminablemente desde un sillón, frente a una cámara. Si se prohíben espectáculos y reuniones públicas por ser juzgados indignos de la persona humana, ¿entonces también debe sancionarse la difusión de los mismos mensajes por las redes sociales? Eso equivaldría al inmediato otorgamiento del aura de víctimas del “sistema” a unos comerciantes de la provocación y a dar crédito a sus acusaciones más paranoicas.

En reacción a las últimas iniciativas de Valls, un ex ministro socialista expresó su preocupación por una “profunda regresión que tiende a instaurar una especie de régimen preventivo, incluso de censura moral previa a la libertad de expresión”. Y concluyó, sin duda, caritativamente: “En este caso, la emoción, la rabia y la rebeldía contra la infamia han hecho vacilar a los mejores espíritus” (3).

(1) Entrevista en Aujourd’hui en France, París, 28 de diciembre de 2013.
(2) Citado por Jean-Noël Jeanneney, Les Grandes Heures de la presse qui ont fait l’histoire, Flammarion, París, 2013.
(3) “Jack Lang sur l’affaire Dieudonné: ‘La décision du Conseil d’Etat est une profonde régression’”, Le Monde, París, 13 de enero de 2014.

*Director de ‘Le Monde diplomatique’.


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