Rio+20: reflexiones sobre la economía verde ante el cambio climático

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Unai Pascual, Jeroen van den Bergh(*) | Basque Centre for Climate Change

La economía verde debe ser consciente con la desmaterialización, desincentivando el aumento del consumo y la generación de residuos, que invalida en gran parte cualquier política de desmaterialización

Entre los días 20-22 de junio tuvo lugar la tercera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible en Rio deJaneiro (`Rio+20′) bajo el lema de la «economía verde» en un contexto de crisis económica y ambiental global. La crisis económica se solapa con una realidad sangrante: 1.300 millones de personas viven con menos de 1,25 dólares al día. Además nos enfrentamos a la amenaza de graves cambios ambientales globales.

La Cumbre de Rio de 1992 trajo consigo la popularidad del concepto de desarrollo sostenible, y paralelamente se forjó la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático para lograr la estabilización de las concentraciones de gases de efecto invernadero en la atmósfera. Para Rio+20 la economía verde es aquella «que conduce a una mejora del bienestar humano y la equidad social a la vez que reduce significativamente los riesgos ambientales y la escasez ecológica», según se define en el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA). Tras esta calculada ambigüedad el PNUMA claramente apoya la lógica del crecimiento económico y defiende invertir el 2% del PIB mundial para contribuir a impulsar «un crecimiento más verde y racional combatiendo al mismo tiempo la pobreza».
Es paradójico que tras dos largas décadas Río vuelva a hacer hincapié en los cantos de sirena del paradigma del crecimiento económico indistintamente para el Norte como para el Sur. Un paradigma que en el Norte ya se ha demostrado que lejos de conducir a un aumento del bienestar humano está generando problemas sociales, debido a la creciente desigualdad en el reparto de la renta y una crisis ambiental sin parangón. Este se debe en gran medida al incremento inexorable de la demanda de materiales estratégicos, de recursos energéticos asociados a los combustibles fósiles y el cambio del uso del suelo que afecta tanto al suelo agrícola como bosques, agua dulce, aire, etc., que en una gran medida son el capital principal de las economías en vías de desarrollo.

De acuerdo con la evidencia científica la prioridad inmediata es estabilizar el clima global a una temperatura no superior a los 2°C sobre los niveles preindustriales, que está asociado a un nivel máximo de concentración de CO2 en la atmósfera de 450 partes por millón (ppm). Actualmente nos encontramoscada vez más cerca de las 400 ppm. El reto es por tanto de una dimensión enorme. A nivel global se necesita una reducción de las emisiones de CO2 de entre el 95 y 99% para el año 2050. Es necesario por tanto desacoplar de forma absoluta las emisiones de CO2 y la actividad económica llevando a cabo una transición hacia una masiva descarbonización de la economía. Simultáneamente, es necesario seguir invirtiendo recursos para la adaptación a un cambio climático que ya está aquí y con efectos en el futuro.

En un contexto del pico del petróleo y la necesidad de nuevas políticas climáticas será indispensable apostar de forma decidida por la transformación en profundidad del sistema fiscal imperante, es decir, hay que impulsar una reforma fiscal ecológica. Solamente así aumentaremos de forma significativa la generación de energía renovable y simultáneamente poder reducir progresivamente la dependencia de los combustibles fósiles. A tal efecto se debe concienciar a la sociedad de que el precio que pagamos por la energía proveniente de combustibles fósiles debe aumentar de manera que refleje los costes ambientales que genera su producción y consumo. Estas medidas fiscales tienen una clara ventaja: pueden disminuir por ejemplo el gravamen de la renta del trabajo.

Pero no debemos quedarnos ahí. La sociedad debe apoyar un tratado posKyoto que esté lejos del voluntarismo y dependa de acuerdos vinculantes. Igualmente la política climática se puede fundamentar por un lado gravando la extracción de combustibles fósiles en origen, con lo cual el CO2 asociado con estos será gravado en toda la cadena de transformación y consumo final de bienes y servicios; y por otro lado, se debe apoyar de forma decidida las tecnologías en el sector de la energía renovable, relativamente más caras pero con un futuro alentador.

Pero este apoyo a las tecnologías limpias emergentes se topa con un fuerte freno: la falta de crédito. En época de estancamiento económico, y mucho más en caso de recesión, se restringe extraordinariamente el crédito. Esto tiene repercusiones económicas claras y constituye un obstáculo a la maduración tecnológica y, sobre todo, a la acumulación de potencia instalada. Este factor tiene una repercusión particularmente aguda en la energía eólica y en la electricidad solar termal, que requieren grandes inversiones por parque o planta.

La economía verde debe ser consistente con la desmaterialización, sobre todo en los países de la OCDE, desincentivando el aumento del consumo y la generación de residuos, que invalida en gran parte cualquier política de desmaterialización. Para conseguir esto hay que empezar a desmitificar la necesidad del crecimiento económico que hoy en día se presenta como un objetivo en sí mismo, convirtiéndose en tótem incuestionable para las ideologías tradicionales tanto de izquierda como de derecha. No nos queda otra solución que plantear modelos donde la sostenibilidad, la equidad y la creación de empleo sean las metas. Esto supondrá repartir equitativamente el acceso a los recursos y al trabajo. Pero ante todo la sociedad debe de tomar conciencia de las tremendas amenazas a las que se enfrenta la humanidad para poder transitar hacia un modelo socio-económico realmente verde.

(*) Firman asimismo este artículo Roberto Bermejo, Anil Markandya, Miren Onaindia y Oscar Santa Coloma.


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