La agonía de los pueblos indígenas, fuera de la agenda reivindicativa de Brasil

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Imagen de la protesta indígena frente al Congreso Federal de Brasil en 2012.  Imagen de la protesta indígena frente al Congreso Federal de Brasil en 2012. Que/

Brasil está en las noticias. Pero no todo Brasil. Los pueblos originarios vivieron en 2012 uno de los peores años, con asesinatos, despojo territorial y suicidios en lo que se considera ya “un genocidio silencioso”. El informe que desgranamos en esta nota es la geografía del olvido y el racismo.

La ola de protestas que en las últimas semanas está extendiéndose por todo Brasil ha puesto de manifiesto las profundas contradicciones que alberga un modelo desarrollista presentando como modélico. Son las caras de esas otros realidades omitidas por los grandes medios de comunicación. Realidades especialmente olvidadas como las que sufren los pueblos indígenas, marcados por la desvertebración social y cultural y una violencia que no deja de aumentar, como pone de manifiesto el Conselho Indigenista Missionário (CIMI) en su último informe anual. Y es que, según esta ONG vinculada a la iglesia católica, el número de casos de violencia contra las comunidades indígenas se incrementó un 237% durante 2012.

En total, según la documentación reunida por el CIMI,  el pasado año se contabilizaron 1.276 casos de violencia contra las personas, en el que se incluyen desde homicidios a amenazas, pasando por agresiones, actos de racismo o violencia sexual. Sin embargo, los números reales todavía podrían ser más elevados, como en ocasiones ponen de manifiesto entidades oficiales como el Ministerio de Salud.

Sesenta de estos casos fueron asesinatos, lo que supone la contabilización de 9 víctimas más que el año anterior. De los asesinatos registrados por el CIMI, 37 se registraron en el estado de Mato Grosso do Sul,  una cifra que puede estar incluso por debajo de la realidad ya que los datos del Ministerio de Salud la elevan a 43. En total, la ONG ha contabilizado 563 indígenas asesinados durante la última década, más de la mitad de ellos (317) en Mato Grosso do Sul, el estado donde los pueblos indígenas se encuentran en una situación más difícil.

Quince de los asesinatos contabilizados estuvieron motivados por peleas, en la mayoría de casos, acompañadas por abuso de alcohol, lo que evidencia el fenómeno de desestructuración social que afecta a las comunidades indígenas. Sin embargo, en al menos tres casos la causa del crimen estuvo ligada al control de la tierra. Así, dos pistoleros ejecutaron en el municipio de Grajaú (Maranhão) a Francisco da Conceição Souza, indígena Guajajara que venía denunciando la invasión de la Tierra Indígena Bacurizinho por parte de madereras ilegales y narcotraficantes. También el control de la tierra está detrás de la muerte de João Oliveira da Silva que venía sufriendo ya amenazas de muerte por parte de los invasores de las tierras de los Kaxarari en la localidad de Lábrea en Rondonia, o de dos indígenas Potiguara asesinado por un sicario después de que varios caciques prohibieran arrendar tierras para plantar caña de azúcar.

Entre los casos registrados el pasado año, sin duda el que más repercusión tuvo fue la intervención de 400 agentes de policía y la Guardia Nacional que entraron a la fuerza en el municipio del pueblo Munduruku de Jacareacanga, en la frontera entre los estados de Mato Grosso do Sul y Pará. La operación, justificada por la supuesta minería ilegal de oro en la región, desencadenó un enfrentamiento entre agentes e indios que se saldó con tres indígenas tiroteados, uno de los cuales, Edelnilson Krixi, murió.

Además de estos sucesos, se registraron otras 23 tentativas de asesinato, entre los que se encuentran los ataques realizados por pistoleros contra campamentos Guarani-Kaiowa, en Mato Grosso do Sul,  o sobre tierras reocupadas por los Pataxó-Hã-Hã-Hãe en Bahia. Igualmente se registraron 21 homicidos, en su mayoría por atropellamientos en los que los conductores se dieron a la fuga que, en algunos casos, podrían esconder asesinatos enmascarados, según algunos testimonios.

A todas estas agresiones, el CIMI también suma otro tipo de violencia, la originada por la omisión en la actuación por parte de los poderes públicos. En este sentido, resultan paradigmáticas las deficiencias en los servicios de asistencia sanitaria a las poblaciones indígenas. La ONG ha contabilizado 86 incidencias de esta categoría durante el pasado año, afectando en conjunto a una población de 80.496 personas. En al menos siete casos, la víctima falleció por culpa de esa desatención. Ante esta situación, en marzo del pasado año unos 1.400 trabajadores convocados por el Sindicato de Trabajadores en Áreas Indígenas realizaron paros como protesta por la reducción de un 30% de los equipos de atención sanitaria para la población indígena, que incidió en los servicios sanitarios de uno 56.000 indios. Paradójicamente, como destaca el CIMI, durante 2012 el gobierno federal solo ejecutó el 8,7% de su ya de por sí exiguo presupuesto de 26,6 millones de reales (8,5 millones de euros) dedicado a las unidades de salud para los pueblos indígenas.

La desatención, sumada a la desestructuración que sufren las sociedades indígenas, la violencia y el alcoholismo se plasma igualmente en un fenómeno que afecta dramáticamente a los pueblos originarios brasileños: la elevada tasa de suicidios. En total, el CIMI contabilizó durante 2012 23 casos de suicidio, de ellos 9 ocurrieron en las comunidades Guarani-Kaiowá asentadas en el estado de Mato Grosso do Sul. Una cifra que, según la propia ONG, está muy por debajo de la realidad ya que según las cifras del Ministerio de Salud, solo entre los Guarani-Kaiowá de aquel estado se habrían registrado 56 suicidios durante el pasado año. De hecho, las mismas fuentes oficiales han contabilizado el suicidio de 611 miembros de esta comunidad se han quitado la vida desde el año 2000, un dato que lleva al CIMI a calificar de “genocidio silencioso” la situación que se vive en Mato Grosso do Sul.

En gran medida, buena parte de esta violencia sufrida por las poblaciones indígenas brasileñas tienen como telón de fondo la dura pugna por el control de la tierra que registra un país que ha hecho de la expansión del agronegocio y de la proliferación de infraestructuras hidroeléctricas una de las claves de su crecimiento. Un modelo que, como destaca el secretario ejecutivo del CIMI, Cleber Buzatto, entre en colisión con la realidad indígena. “La vida de los pueblos indígenas está vinculada a la tierra. Es en su tierra ancestral donde ‘el indio es’. El gobierno federal tiene que saldar urgentemente esta deuda histórica con los pueblos indígenas. Esa es la única forma de propiciar las condiciones fundamentales para la sobrevivencia física y cultural de esos pueblos”, subraya Buzatto.

Sin embargo, esa deuda histórica dista mucho de ser saldada. No en vano, según denuncia el CIMI, el gobierno de Dilma Rousseff es el que menos tierras indígenas ha homologado desde la restauración de la democracia en 1985. Así de las 1.045 tierras indígenas contabilizadas por la ONG, solo el 34% estaban plenamente regularizadas desde 1990 hasta finales de 2012. De todas ellas, en 339 casos ni siquiera se ha iniciado la tramitación para normalizar el reconocimiento. Por el contrario, la presión del agronegocio y del lobby ruralista en el Congreso ha hecho que el pasado año solo se hayan regularizado siete territorios, lo que significa que de seguir a este ritmo el Estado brasileño tardará más de un siglo en entregar a las comunidades indígenas sus propias tierras.

Y a ello se une un agravante la fuerte presión que los territorios indígenas sufren por parte de fazendeiros, explotaciones mineras y madereras ilegales, o infraestructuras hidroeléctricas. Según el CIMI, todo esto provocó durante el pasado año al menos 9 conflictos en territorios de los pueblos Tapeba, Myky, Bororo, Guarani-Kaiowá, Ororobá, Kadiwéu, Amanaye y Turamã. Además se registraron 62 invasiones de territorios, un 47% más casos que en 2011. Toda esta presión es espacialmente sensible para los pueblos indígenas aislados que ven por este motivo seriamente amenazada su propia sobrevivencia. Es el caso de los Awá Guajá de Maranhó, las comunidades aisladas del Alto Rio Envira, del Valle de Javari, los impactados por el Complejo Hidroeléctrico y la Reserva de Bom Futuro, o las comunidades afectadas en las cuencas de los ríos Xingu y Tapajós por proyectos como la macropresa de Belo Monte.

Todos estos casos, reunidos por el CIMI en su informe, dibujan la geografía de un olvido, el mapa de una injusticia secular que el Estado brasileño afronta, en el mejor de los casos, con indisimulada pereza. Y tal vez, lo que todavía es más preocupante, con la indiferencia cómplice de una opinión pública nacional e internacional, reconfortada con el silencio de los grandes medios de comunicaci


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