De nuevo sobre el “ser de España”

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I.-LO NACIONAL EN LA CONSTITUCIÓN DEL 78

De nuevo sobre el ser de España. En la hora de la más aguda crisis del régimen del 78 desde su instauración, el sentido del “ser español” vuelve a ser objeto de dudas y discusiones, no solo para una parte de la población vasca, catalana y gallega sino para una buena parte de la que vive en otras Comunidades autónomas y que ha visto esfumarse la relativa tranquilidad con la que afrontaba el porvenir en años recientes.

Secularmente lo español ha sido sinónimo de atraso, oscurantismo, intransigencia, dominio de unas elites políticas y económicas incapaces de dirigir al país en una evolución de progreso y bienestar y libertad, incluso si dichas metas se perseguían en el marco de una economía capitalista. Esta dominación, impuesta por la violencia del Estado y sus aparatos cuando ha sido preciso, alcanzó su apogeo con la dictadura franquista entre 1939 y 1975. Con la Constitución del 78 y el régimen inaugurado por ella, un intento de refundar la españolidad se pone en marcha tomando como ejes dos elementos que se pretenderán vectores de desarrollo: una sociedad del bienestar basada en la paz social y la concertación como impulsos fundamental al desarrollo de un capitalismo integrado en el proceso de construcción del mercado europeo.

La concertación social, fuente de legitimidad para el régimen del 78, opera asimismo al servicio de un proyecto de progreso identificado con una fuerte apertura a las economías europea y global sobre la base de la combinación de dos ejes articuladores del modelo de crecimiento económico durante estas décadas. De un lado- en el marco de la división del trabajo europea y con la impuesta asignación de papeles derivada de la adhesión- una economía exportadora de bienes primarios, no solo productos agrarios sino también y con una importancia estratégica, productos turísticos [1] favorecidos por una climatología muy benigna para la explotación de unos recursos naturales abundantes de sol y un extenso litoral. De otra parte, una economía de servicios con un peso creciente de los servicios públicos, a pesar de ello muy separados de la media de la Unión Europea de los Quince (UE-15) y cuyo disfrute ha tenido mucho que ver con la emergencia de un sentimiento de pertenencia/ciudadanía potencialmente refundador de la españolidad.

Una idea de lo nacional que, si heredaba de la anterior la orientación colectiva a la prosperidad y el bienestar, después de siglos de privaciones para la mayoría y desconexiones de los rumbos del progreso, ahora incorporaba, además, la voluntad colectiva de vivirla en calidad de ciudadanos y no de súbditos.

Una parte mayoritaria de las capas subalternas ha vivido esta experiencia como un reencuentro ó una reapropiación de su nacionalidad más allá de las imposiciones castizas del nacionalismo reaccionario. El sentimiento de derrota que en buena medida anida en la izquierda de fuera del régimen desde la promulgación de la Constitución no debería impedirnos constatar esta evidencia ó atribuirla a un fenómeno de alienación ó falsa conciencia. Cómo todos los fenómenos de identificación colectiva, lo nacional tiene una evidente dimensión mítica pero tiene también en el patrimonio colectivo compartido (en este caso, el de los derechos) un fundamento material de enorme valor.

Es verdad que la sociedad española, sin apenas parangón en ninguna otra sociedad de nuestro tiempo, se ha lanzado a la vorágine patrimonialista azuzada por el capitalismo inmobiliario y financiero y por las políticas irresponsables de los distintos gobiernos. Pero esa es solo una parte de la historia colectiva de estos años

Un pueblo atenazado durante décadas por el miedo incubado por un terror cotidiano ha hecho suyas metas de libertad e igualdad materializadas en una nueva condición de ciudadanía soportada por el acceso a los servicios públicos garantes de la efectividad de los derechos ciudadanos. Es- entre otras cosas- por esto por lo que hoy mantiene duras luchas por la defensa de estos derechos, percibidos como inherentes a su condición de ciudadanos del Estado español

Con la consecución de esas metas, encargadas, hay que recordarlo, al PSOE, se ha ido generalizando una percepción colectiva acerca de la disposición de un conjunto de derechos que se constituían, por primera vez en la historia, como la condición material del “ser español”. La forma en la que la bandera roja y gualda ha sido aceptada como la bandera nacional, la” bandera de todos”, sigue teniendo que ver con un conjunto de sentimientos irracionales y míticos (el orgullo, el coraje,etc.) pero ha sido cada vez más sustituido por el sentimiento y la certidumbre de que ser español suponía una condición para uno y lo suyos que admitía ventajosas comparaciones con otras sociedades.

Ser español parece que ha comenzado a ser algo asociado a intereses y derechos más allá de invocaciones metafísicas del pasado. Se percibe, además, por el interés de los otros por adquirir tal condición (oportunidades de trabajo, buenos sistemas públicos de educación, sanidad y protección social, etc).

Sobre esta base objetiva, España ha podido ser percibida en los años de “prosperidad” como una gran empresa (la “marca España”) en condiciones de competir con los otros estados nacionales en el mercado global para atraer capital y fuerza de trabajo. El Estado nacional competitivo [2] sería la nueva forma del Estado encargada de gestionar esta gran empresa de la que se habría erradicado el conflicto entre los propietarios de los medios de producción y los proveedores de fuerza de trabajo. La apropiación de plusvalía ya no sería explotación sino “generación de valor añadido”. La ciudadanía se convertiría en la condición de acceso a la posesión de acciones en el capital social del estado nacional, de la “empresa España”.

La Constitución del 78 parecía poder representar una posibilidad histórica para la refundación nacional de España, para el tan añorado encuentro de las dos Españas. La derecha política, representante político del bloque social soporte y beneficiario del régimen franquista, como mal menor y con las garantías que representan el papel constitucional del monarca designado por Franco a la cabeza del ejército espina dorsal de la dictadura [3] , aceptaba la democracia en su versión de mercado, esto es, como la posibilidad para el pueblo de elegir gobernantes a cambio de renunciar explícitamente a cualquier modalidad, por tímida que fuera, de llevar la democracia a los terrenos económico y social [4] .

Es del lado de la izquierda contraparte en la fundación del régimen de dónde se postula un concepto de lo nacional basado en una comunidad de ciudadanos iguales en derechos, como forma de enterrar de forma efectiva, la separación entre la España que manda y se beneficia del trabajo y la cooperación social de la “otra España”, aquella a la que durante cuatro décadas se le reservó este papel a cambio de haber sido perdonada en el genocidio perpetrado desde 1939. Un parte de la historia del régimen ha estado animada por esta voluntad de “refundación nacional”, con el impulso a un capitalismo que se pretendía de rostro humano y capaz de aceptar la convivencia con los derechos y libertades tan duramente peleados [5] .

Este españolismo que se quería democrático ha convivido con el reaccionario mientras las prestaciones asociadas al componente social de la Constitución tenían visos de continuidad. Cuando los vientos del neoliberalismo han empezado a soplar con fuerza, el proyecto de “españolidad democrática” ha perdido fuerza en favor del de toda la vida”

II.-LA CRISIS DEL PROYECTO DE ESPAÑOLIDAD DEMOCRÁTICA DEL 78

No bastó, sin embargo, con esos mimbres para construir una españolidad democrática. La incorporación a la Europa en construcción se hizo a cambio del desmantelamiento no solo del tejido industrial construido desde finales de los 50 sino-sobre todo- sobre la erosión de las bases materiales, políticas y culturales sobre las que se había construido la nueva clase obrera española. Si en los 70 buena parte de la izquierda contaba con la clase obrera como eje de un nuevo bloque histórico sobre el que levantar una proyecto de convivencia nacional, las condiciones aceptadas por el gobierno del PSOE para la adhesión a las CCEE suponía, en esencia, suprimir su condición de sujeto protagonista de la historia próxima. Esa ausencia de protagonismos del mundo del trabajo es posible observarla a través de diversos indicadores: el más revelador es la desaparición del movimiento obrero al interior de las empresas (precisamente donde había germinado y robustecido durante la dictadura) y su sustitución, una vez abandonada las empresas en manos de sus ”propietarios”, por esas instituciones reconocidas en la Constitución con el nombre de sindicatos, auténticos aparatos de Estado al servicio de una función histórica de expropiación del sentido y la misión de la clase proletaria.

El propósito de fundar/crear una “nación de clase medias” es antiguo en el PSOE reformado y seguramente está relacionado con el pavor sufrido por la socialdemocracia europea ante la hegemonía comunista alcanzada en el seno del proletariado. En la España de los 80 la aplicación de ese designio tiene como una de sus expresiones más señeras el proceso de patrimonialización emprendido a través de las políticas de vivienda, no muy diferentes de las iniciadas durante el franquismo y orientadas a “convertir al proletario en propietario”. Esta patrimonialización ha tenido como consecuencia el fortalecimiento del capital financiero, después de una crisis a mediados de etapa que obligó al Estado a una política de reflotación financiada con el dinero público. Desde esta posición, la influencia del capital financiero se ha traducido en una efectiva hegemonía sobre el conjunto del bloque dominante y, por ende, del conjunto de las instituciones del Estado. Más adelante se verán las consecuencias que, en orden a la construcción de la nacionalidad, ha tenido esta hegemonía.

Haciendo abstracción por el momento de esta hegemonía, tal proceso de patrimonialización sí ha representado una base material pero también imaginaria para asentar u sentimiento nacional. Una nación de propietarios ha sido el acuerdo fundamental que durante tres décadas ha cohesionado a la sociedad española. Ser propietario de una vivienda ó aspirar a serlo ha representado seguramente el más importante acuerdo nacional entre los españoles, lo que ha hecho posible que los conflictos distributivos quedaran ahogados por la potencia y el vigor económico que este acuerdo nacional ha generado.

Sobre esta idea aparentemente simple ha pivotado la política económica desde los años ochenta. Infraestructuras de transporte para facilitar el acceso a los sitios más recónditos, urbanización acelerada y galopante de la superficie sobre antiguas ubicaciones agrícolas o industriales, políticas fiscales incentivadoras de la compra de vivienda, orientación del capital financiero a las inversiones inmobiliarias y la compra de vivienda, etc. Y, en torno a esa multiplicidad de actividades, grupos sociales enteros identificados con los mismos objetivos, constituyendo de facto la argamasa del consenso básico sobre el que se han levantado las política económicas y en torno a las cuales se ha articulado el bloque inmobiliario rentista, la nación española de la transición

Esta visión utilitarista es la que ahora con la crisis parece estar deteriorándose y abriendo de nuevo las dudas sobre la condición de españolidad. Ser español parece, de nuevo, un motivo para el pesimismo y la amargura. Las fuentes de este pesimismo son fáciles de identificar. Son primero el llamado problema nacional, entendido como la forma en la que secularmente lo español ha sido vivido/padecido como la negación de naciones de muy fuerte identidad histórica, cultural y, sobre todo, voluntad colectiva de vivir de forma autónoma su destino de comunidad. A estas identidades nacionales hay que añadir, en segundo lugar, las generadas por los procesos de marginación que son inherentes al desarrollo capitalista español. Regiones como Murcia ó Extremadura, con manifestaciones políticas muy diferentes, han conocido el peso de la marginalidad con pérdidas de población, inviabilidad de mantenimiento de actividades económicas, de rentas y empleos y “residualización” de las funciones económicas asignadas dentro de la división estatal del trabajo y deterioro acelerado de su patrimonio natural.

El tercer factor de incertidumbre respecto a la españolidad tiene que ver con la proporción creciente de población excedentaria producida por la crisis capitalista. Los seis millones de parados, más allá de sus efectos sociales y económicos, ponen de relieve la falta de sitio de la sociedad española para muchos de los que hasta ahora la integraban. Esa “falta de sitio”, que dramáticamente se refleja en el casi medio millón de personas que han abandonado el país en 2012, arroja una sombra de duda sobre la viabilidad y la continuidad del “ser de España” como referente de vida, trabajo y sentimientos compartidos para estas personas y sus familias, sobre todo teniendo en cuenta que la composición de esta nueva emigración, por educación y perspectivas culturales es bien diferente de la de los años sesenta del pasado siglo.



[1] Me permito la licencia de calificar los productos turísticos de “primarios”, habida cuenta su escaso valor añadido al conformado por las características climáticas aludidas.

[2] Puede que esta modalidad de Estado haya visto naufragar sus posibilidades por efecto de la crisis financiera.

[3] Papel, por cierto, claramente ejercido durante el golpe del 23F e invocado ante las “amenazas separatistas”.

[4] Y con la exclusión tajante del derecho a decidir para los pueblos y naciones sometidos contra su voluntad a la soberanía del Estado español.

[5] Aunque, hay que repetirlo, con las restricciones constitucionales descritas del papel del rey y el ejército y el lastre no explicitado pero igualmente vivo de los privilegios de la Iglesia Católica.


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