Mi patria
Iñaki Egaña | Historiador
Pasado mañana es Aberri Eguna, el día de la patria vasca. Salgo a la calle, recibo correos electrónicos, leo la prensa y enchufo la televisión. Hay un mensaje de fondo. Me susurran al oído que nadie tiene patria, que todos somos ciudadanos del mundo, polvo de estrellas de una galaxia identificada con números y letras. La patria parece algo lejano en el tiempo, propio de tradicionalistas. Un espacio pasado de moda, en una partida sobre la globalización que se juega entre redes y plazas anónimas.
Es cierto que hay algo en ese mensaje que inquieta. En nombre de la patria se han agregado escalones a la injusticia, se han quemado pueblos honrados, se han abierto ventanas al fanatismo religioso, se han cometido tantas tropelías que atisbo a intuir los recelos que la palabra genera. La patria autorizaba la muerte, la muerte por la patria justificaba los crímenes. «Todo por la patria» dice el rótulo de un cuerpo militar que su sola cita nos produce escalofríos.
«A aquellos de nosotros que fuimos troquelados con el miedo como una línea que cruza nuestra frente, aprendiendo a temer con la leche de nuestra madre», escribió la poeta negra norteamericana Audre Lorde. Gracias a una generación que nos precedió, una generación irrepetible, surgimos en la esperanza. No se suponía que todos nosotros pudiéramos sobrevivir. Y sobrevivimos. Por ellos que la impulsaron frente a los que la borraban del mapa europeo.
La patria existe. Percibo, aunque no lo reconozcan, que todos hacen gala de su patria, de su guarida natural en la que reposar, en la que sentirse alguien, en el sentido más literario y menos químico de la expresión. Como si fuera el regazo de la madre, el lugar en el que envejecer y morir, como versaba Pierre Loti, «los países lejanos son buenos para los días de juventud, pero es preciso volver a Etchezar».
Lo siento en los pasatiempos, en la estirpe del sudor, en las frases que juntas acondicionan el idioma, en las gotas de lluvia que se adhieren al calzado y en la sequedad que se va forjando en la piel de cada uno de nuestros semblantes. En las conversaciones de taberna, en los aeropuertos, en los titulares de los medios y en las angustias que cada día arroja, en lenguaje binario, sobre nuestra mesa.
Lo percibo, en la mesura del párrafo anterior, en las fiestas del solsticio, en la reiteración de las consonantes del euskara, entre el hierro colado de la forja, en los humedales que albergan a la vida, en la expresión de los ancianos. En el trajín del bar junto al estanco a la vuelta de la esquina, en el cierre editorial de nuestros diarios perseguidos, en la aprensión a las cartas certificadas.
No sugiere, sin embargo, que estas y otras consideraciones familiares alcancen el grado épico que esperan nuestros portavoces para elevarlo a la categoría de imprescindible. No me gusta la épica. Hay un cosmos imperceptible, que también me susurra al oído, sin la estridencia galáctica, que me hace sentirme protagonista de ese relato perpetuo, de esa historia compartida.
Un rumor coral incesante que surge de los pupitres sin tinteros, de las oficinas en minúscula, de las celdas más inmundas, de los garajes destartalados, de los caminos más hendidos. De gaztetxes, sedes sin rótulo, sociedades cubiertas de grasa, apartamentos con derecho a cocina, parques de hierba abandonada, casas de cultura sin letras, libros sin epílogo.
Sin hacer caso al rumor, algunos se avergüenzan de ella, de la patria, como si fuera un anacronismo. En mis viajes, bien es cierto que cada vez más escasos, percibo, a pesar, otra naturaleza distante de la vergonzante, esa atracción por el viejo refugio, esa canción alegre que se desliza bajo sones familiares. A lo largo del planeta. Glosas de nostalgia sin duda, pero también de cotidianeidad, apenas relatadas por sentimientos cada vez más cohibidos. Prefiero ser extranjero en otras patrias a serlo en la mía, exclamaba Martí.
He sabido, con el tiempo, que el territorio es accidental. Que la belleza y la añoranza no tienen relación con los acantilados que resbalan hacia el océano, los bosques que despliegan sus hojas hacia el amanecer, o los ríos que inventan orillas y acumulan ciudades. De unos y otros almaceno esquinas, coloreo cuartillas pero siempre encuentro un recodo más atractivo que el anterior. Es, si me permiten, un trozo muy menudo de mi patria.
Percibo, asimismo, que mi patria es diferente a la de mis compañeros. Que hay miles de patrias, millones a veces, sobre un mismo tablado. Que la mía no es ni más ni menos que la del vecino. Que el verde de mis prados, en ocasiones, es menos intenso que otros, que el azul de mi cielo no tiene la tonalidad del sur, que el rojo cercano es más pálido que el que manifiestan en la distancia otros actores de la subsistencia.
Pero distingo, entre las intrusiones y entre los escenarios multicolor, un detalle que la hace particular. No es una particularidad minúscula, ni siquiera sumida en la indiferencia. Es un detalle gigantesco, de tal envergadura que su referencia me emociona. La patria humana. Nada que ver con la literaria, con la de ríos y montes, barrios y quebradas, castillos y terrazas.
Es mi patria.
La que alcanzaron mis padres. La que desbrozo a mis hijos.
Una patria repleta de tantos nombres que apenas alcanzo a recordarlos. Que inundo cada día en los recuerdos del futuro, en las cuentas del presente, como parte inseparable de esa forma que tomamos al nacer. Esa patria a la que un gran amigo llamado Mario Salegi, paradigma del exilio eterno de los vascos, llamaba tribu. Como si concluyéramos de abandonar Santimamiñe para enroscarnos, unos pasos adelante, en el parque tecnológico de Zamudio.
Una tribu, partida pero también completa. «Somos cinco mil aquí, en esta pequeña parte de la ciudad. ¿Cuántos somos en total en todo el país», cantaba Víctor Jara en su última morada, en aquel estadio maldito. Una patria hecha a golpe de martillo, de bolígrafo, de remo, de azada, de compás y también de guitarras entre candilejas.
Esa patria humana es la que me empuja, la que me dicta cada día los recados para la vida. La que me acierta a confiar en los míos que, a ciegas, se han sentado en frente un día cualquiera, al final de la Korrika en Baiona, con las comparsas en el Casco Viejo bilbaino, con los presos recién liberados en Sanfermines o con los acampados contra el monstruo de gran velocidad en Zaldibia.
Un teatro repleto de movimiento. De mujeres defendiendo su objetivo histórico, de jóvenes abriéndose paso entre la intransigencia, de trabajadores de la justicia, de compositores de sueños, de amigos de esos placeres que parecen inoportunos, de solidarios. Sobre todo de solidarios. Que matizan la existencia en la igualdad. Y que denuncian, precisamente, a los publicistas de la intolerancia.
Ese ámbito, corpulento y diminuto a la vez, que me explica en su conjunto esas leyes que parecen inexplicables, esas normas de la naturaleza que nos muestran el universo en su integridad. Hombres y mujeres que luchan sin saber cómo salvar al mundo, en esa pregunta eterna que se hacía Leonard Peltier, condenado a muerte en otra parte de nuestro planeta, pero más cercano que Mario Fernández, el banquero desahuciador.
Una patria del estilo de la que bosquejaba Arturo Campión, cuando ni siquiera nuestros abuelos habían nacido: «Aquí estamos cumpliendo la misión tradicional que tanto en la historia antigua como en la moderna y aún contemporánea, se expresa con el verbo `resistir’. Aquí estamos escribiendo un capítulo nuevo de esa historia».
Esa es mi patria. La de ellas. Y ellos. Resistiendo. En casa, apoyándome en la universalidad de nuestra utopía. Soñando que sueño y evocando una y otra vez a los míos con esa palabra pegada a nuestra existencia. Porque resistir, en los tiempos que corren y como dice la canción, es ganar.
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