Las guerras de Washington
El general Wesley K. Clark, que fue comandante supremo de la OTAN a finales de los años noventa, reconoció en 2001 (y publicó en 2003: Winning Modern Wars: Iraq, Terrorism and the American Empire) que los planes norteamericanos para atacar Iraq tendrían continuidad en Siria, Líbano, Irán, Somalia y Sudán. Detrás de esa planificación estaba buena parte del establishment norteamericano, en el gobierno, en el Pentágono, los institutos de pensamiento o think-tanks, y las corporaciones, con protagonistas como el corrupto Paul Wolfowitz (que llegó a ser subsecretario de Defensa (y, antes, embajador en Indonesia, donde apoyó al siniestro Suharto), quien elaboró la denominada “doctrina Wolfowitz” que postulaba el unilateralismo en las relaciones internacionales y las “guerras preventivas” para asegurar el predominio norteamericano en el siglo XXI. En general, todo el sector neoconservador norteamericano, desde Dick Cheney hasta Donald Rumsfeld pasando por el propio George W. Bush, por William Kristol y Richard Perle, mantenía esa visión belicista y participaron en el desarrollo de los planes y guerras de agresión que han ensangrentado la primera década del siglo XXI, y cuya inercia ha continuado durante el mandato de Obama.
Los años de Bush vieron una ofensiva generalizada en diferentes áreas del mundo, dirigida a imponer el “nuevo siglo americano”. Afganistán e Iraq fueron las guerras más relevantes, sangrientos conflictos que todavía no se han cerrado, pero no fueron los únicos: guerras secretas de baja intensidad como las impuestas a Irán y Pakistán, y operaciones punitivas desarrolladas en diferentes países de África y Asia (Somalia, Sudán, Yemen, Libia, Siria), y programas de desestabilización en la periferia rusa y en las regiones chinas que cuentan con movimientos nacionalistas, dan fe de la determinación norteamericana de sostener su hegemonía planetaria con el recurso a la fuerza y a la guerra. Algunas de esas guerras de baja intensidad son letales: solamente en Pakistán, según los cálculos de Amnistía Internacional, Estados Unidos ha asesinado con sus drones a más de cuatro mil personas en la última década. Y la presidencia de Obama no ha roto, ni mucho menos, con esa dinámica.
A la ambición de remodelar Oriente Medio, ahogar a Irán y acabar con los últimos aliados de Moscú, se añadieron planes concretos para incluir Asia central en el área de influencia de Washington, reduciendo a Rusia a la condición de una potencia regional impotente, y el diseño de un nuevo “cinturón sanitario” alrededor de China, el país que, hace más de una década, aún era la sexta economía mundial, pero que se perfilaba ya como un desafío estratégico de envergadura para Estados Unidos. No era para menos: cuando se inició la invasión norteamericana de Afganistán, en 2001, no solamente Estados Unidos superaba con creces el PIB chino; también Japón, Alemania, Francia y Gran Bretaña tenían un poder económico mayor que China. Sin embargo, como ya temían los analistas del establishment norteamericano, el impresionante crecimiento económico chino iba a cambiar la situación, y todas las tendencias indican, s egún las estimaciones del FMI, que China sobrepasará (en PPA) el PIB norteamericano en 2017: tres años de plazo para el temido momento que Washington ha querido impedir por todos los medios. Los problemas se acumulan para Washington: el elevado endeudamiento (17 billones de dólares para la deuda gubernamental… que asciende a 60 billones si se añaden las deudas de gobiernos locales y Estados e instituciones financieras), el lamentable estado de las infraestructuras en Estados Unidos (puentes, red viaria, falta de nuevas comunicaciones), y el previsible fin del papel del dólar como moneda de reserva internacional no auguran mejores tiempos.
Sin embargo, la planificación estratégica norteamericana para detener su relativa decadencia se ha revelado fallida, pese a victorias regionales, como Libia, y pese a que mantiene un poder económico y militar que no es, precisamente, desdeñable. El estallido de la crisis económica en 2008 agudizó las tendencias negativas en Estados Unidos, mostrando su paulatino debilitamiento económico y el hecho de que posee un porcentaje cada vez menor del PIB mundial. La llegada de Obama a la presidencia supuso la reelaboración de la política exterior, aunque resignándose a aceptar muchas de las decisiones de Bush (empezando por el mantenimiento de Guantánamo, y por la actuación de los grupos de operaciones especiales que asesinan sin ningún tipo de control judicial), ensimismándose en las disputas domésticas mientras los círculos de poder se debaten entre la ambición de mantener el predominio y la paulatina aceptación de que el ascenso chino hace inevitable la negociación de un nuevo diseño estratégico mundial. Con Obama, Washington, sin abandonar la vieja inercia de los años de Bush, ha renunciado a impulsar de forma decidida la apertura de una nueva etapa en las relaciones entre las grandes potencias, pese al anuncio de grandes iniciativas (como la presentada en junio de 2013, en Berlín, ofreciendo un desarme nuclear a Rusia, que Moscú no tomó en serio a la vista de los planes norteamericanos de desarrollar escudos antimisiles), que son poco más que operaciones de propaganda.
El año 2013, se iniciaba con una tensión sin precedentes entre Estados Unidos y Rusia, por la ley Magnitski, apoyada por Obama (que vetaba a dieciocho magistrados y altos funcionarios rusos), medida que la Duma rusa contestó con la ley Dima Yákovlev, (llamada así por un niño ruso adoptado que murió abandonado en un coche por su padre adoptivo norteamericano), al tiempo que, en reciprocidad, el Ministerio de Exteriores ruso publicó una lista donde aparecían los nombres de los jefes militares de Guantánamo, implicados en torturas, así como asesores del gobierno y agentes de la DEA. Las disputas se encarnizaban.
En abril de 2013, el asesor de seguridad nacional norteamericano, Tom Donilon, entregó una nota de Obama al presidente ruso, abordando las diferencias políticas y militares, sobre los escudos antimisiles y el armamento atómico, y presentó algunas propuestas comerciales. El ministro de Exteriores ruso, Lavrov, mantiene que la normalización de las relaciones con Washington es una cuestión central para Moscú, aunque es consciente de que Rusia ha sido engañada en varias ocasiones por Estados Unidos, faltando a sus compromisos: lo hizo con la integración del Este de Europa a la OTAN, con incorporación de las repúblicas bálticas, y continúa haciéndolo con el persistente intento de apoderarse de Ucrania y Georgia, además de las operaciones que desarrolla en Asia central, algunas públicas, otras encubiertas. También lo hizo con la imposición de una fuerza de la OTAN en Afganistán, con la mentira sobre el escudo antimisiles para, supuestamente, defenderse de Irán, y con las operaciones militares contra Libia y Siria, países que mantenían buenas relaciones con Moscú. Es obvio que Moscú no puede confiar en la seriedad de las palabras de Washington. El último informe elaborado por el Departamento de Estado norteamericano sobre el cumplimiento de los acuerdos de desarme, añadía sal a las heridas acusando a Rusia de incumplir la Convención sobre prohibición de armas bacteriológicas y tóxicas, así como la Convención sobre armas químicas, y los acuerdos sobre armas convencionales en Europa. El informe obviaba citar la falta de ratificación del Tratado de Prohibición de Ensayos Nucleares, que Washington se comprometió a hacer. No hay avances en las negociaciones de desarme, pese a que, incluso en Estados Unidos, han aparecido serias críticas al escudo antimisiles, como las defendidas por un grupo de científicos del MIT, donde destaca el físico Theodore Postol, y pese a la propuesta de desarme planteada públicamente por Obama en Berlín.
No obstante, Putin, como una muestra de buena voluntad, aceptó a ceder una base a la OTAN, en Ulianosvsk, para la campaña militar norteamericana en Afganistán, aunque las diferencias sobre Siria (Ginebra 2), sobre las negociaciones con Irán, el escudo antimisiles o la prevista ampliación de la OTAN hacia el Este, y la intromisión en Ucrania, Moldavia y Georgia, siguen dañando sus relaciones. Afganistán, origen de las rutas de la droga, tiene suma importancia para Moscú, y el gobierno ruso está muy interesado en la pacificación del país y en la lucha contra el narcotráfico, pero nada es seguro: el general John R. Allen, jefe militar de la OTAN en Afganistán (y a quien Obama le había reservado la jefatura de la alianza), presentó su renuncia y fue sustituido por Joseph Dunford Jr., el hombre que deberá organizar la retirada, mientras las actividades secretas de la CIA, de los comandos de operaciones especiales de Washington, y de la propia OTAN, han alimentado los canales de los traficantes de drogas afganos y de los señores de la guerra. No hay que olvidar que sectores de la CIA y del Pentágono han colaborado con organizaciones de narcotraficantes para teledirigir sus acciones y ponerlas al servicio de sus propios objetivos: el predominio político en Asia. Moscú está muy interesada en limitar el flujo de drogas: Rusia, donde causan miles de muertes cada año, es uno de los países más afectados del mundo. Es cierto que, en Afganistán, Estados Unidos ha intentado combatir los cultivos de opio, pero su política se ha saldado con un evidente fracaso, que ha agravado la situación en el país (muchos campesinos pobres acaban en manos de los narcotraficantes por deudas, y deben, incluso, entregar en pago a sus propias hijas) y que amenaza a Rusia. Sin olvidar su implicación en las guerras: buena parte de las actividades de los grupos armados que combaten al gobierno sirio de Bachar al-Asad se financian con el narcotráfico afgano: Víctor Ivanov, responsable del FSKN ruso (el organismo para combatir el narcotráfico) ha afirmado que unos veinte mil mercenarios presentes en Siria dependen del dinero conseguido con la venta de heroína en diferentes países asiáticos y europeos, como Rusia.
Mientras se debilita el poder económico y político estadounidense, se fortalece su maquinaria bélica. El despliegue de la OTAN en Asia pretende asegurar el predominio norteamericano: las ambiciones sobre bases militares permanentes en Afganistán, Iraq, Kirguizistán (e, incluso, en Uzbekistán), además de en Filipinas, Indonesia, Japón y Corea del sur, tienen esa lógica, y la OTAN colabora con ella. Además, la diplomacia norteamericana trabaja para atraerse a su ámbito de influencia a Kazajastán y Turkmenistán. Esa estrategia no es nueva: ya en 1997, bajo Yeltsin, y a iniciativa del senador republicano Sam Brownback, Estados Unidos aprobó la Silk Road Strategy Act para consolidar los nuevos Estados centroasiáticos, estimular las tendencias de ruptura con Moscú, y atraerlos hacia su ámbito de influencia, utilizando todo tipo de medios diplomáticos y también operaciones secretas de la CIA, el Pentágono y de servicios de inteligencia aliados, como Arabia, Israel o Turquía.
Ese recurso a operaciones secretas es utilizado también por las compañías petroleras, que contratan empresas de mercenarios, hecho que, junto a la intervención militar abierta en muchas zonas, y la sistemática utilización por parte del gobierno de Obama de compañías de mercenarios (“contratistas”, según el hipócrita lenguaje del Pentágono y del Departamento de Estado), ha creado una mayor confusión en muchas zonas y alimenta el terrorismo como reacción, terrorismo que países como China o Rusia se esfuerzan por contener porque temen que aumente en el interior de sus países: los recientes atentados en Xinjiang y en el Cáucaso ruso así lo muestran. Ese proceder viene de lejos: Bakú, por ejemplo, ha sido utilizada desde hace años por los servicios secretos norteamericanos (con el gobierno azerí cerrando voluntariamente los ojos) para introducir mercenarios islamistas en las regiones rusas de Chechenia y Daguestán, muchas veces en colaboración con la mafia chechena dedicada al narcotráfico. No hay que olvidar que el presidente Ilham Aliyev (como antes su padre, el ya fallecido Gueidar Aliyev), que recibió apoyo de las empresas petrolíferas occidentales, dirige un gobierno-cliente de Estados Unidos. Las compañías petroleras norteamericanas (y británicas) permanecen tras esas pantallas de mercenarios, y su capacidad para corromper funcionarios y ministros es un recurso más en el desarrollo de la influencia política norteamericana.
China es el tercer protagonista del triángulo estratégico. Las reformas impulsadas por el nuevo gobierno chino, que pretenden, entre otras cosas, la disminución del peso de las exportaciones en su economía, y el desarrollo del mercado interno, se acompañan de diferentes proyectos estratégicos, la mayoría orientados a su reforzamiento económico y al impulso de un mundo multipolar. La presión china, aunque también rusa y de otros países, para reformar el FMI, el Banco Mundial e incluso la OMC, va de la mano del desarrollo de nuevos acuerdos comerciales de China en diferentes áreas del planeta, como en la ASEAN, en países americanos como Perú, Chile y Costa Rica, y en Asia y Oceanía (Nueva Zelanda); y del retroceso del dólar como moneda, junto a la creciente internacionalización del yuan, inaugura nuevos escenarios casi impensables hace pocos años: China ha cerrado acuerdos para comerciar en las respectivas monedas, sin utilizar la divisa norteamericana, con países tan relevantes como Brasil o Japón, y otros.
Estados Unidos responde a la nueva realidad con el “giro hacia Asia”, proclamado por la diplomacia norteamericana, cuya expresión no deja de ser el reconocimiento de su pérdida progresiva de influencia en el mayor continente y el más poblado. Washington es consciente de que el fortalecimiento chino en Asia va a limitar su presencia, aunque no renuncia a perder su histórico protagonismo conquistado desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: por eso, la aparición de focos de conflicto en el sudeste asiático, la periódica reactivación de crisis en la península coreana, decisiones japonesas o filipinas a propósito de disputas marítimas, son la expresión de la política norteamericana de contención a China, sin olvidar que también utiliza las cartas del particularismo nacionalista en Tíbet, Xinjiang, o incluso en Mongolia interior. Washington sigue contando con sólidos aliados en Asia: Japón, Corea del Sur, Filipinas y Thailandia, y pretende reforzar sus acuerdos con Indonesia, India y Malaisia, tentando incluso a Vietnam. Mientras China pretende abrir canales diplomáticos de negociación de las disputas asiáticas, Estados Unidos estimula enfrentamientos y pretende, además, estar presente en las negociaciones bilaterales entre países. La reclamación china de las islas Diaoyu (Senkaku, para Japón), ocupadas por Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial, y traspasadas a Tokio en 1972, ha dado lugar a nuevos enfrentamientos, potencialmente peligrosos. Pekín exige que los aviones que atraviesen el espacio aéreo de las islas se identifiquen, lo que ha llevado al secretario de Defensa norteamericano, Chuck Hagel, a dar garantías al gobierno japonés de que Washington protegerá militarmente la soberanía nipona sobre las islas, y a dar instrucciones para que sus aviones de guerra patrullen la zona e ignoren el espacio aéreo chino sobre las islas. Portavoces del gobierno norteamericano mostraron su preocupación por el proceder chino que, según Washington, “inquieta a sus vecinos”.
Un nuevo marco de relaciones internacionales está entre los objetivos de la diplomacia china y rusa, que contemplan también la aportación de la India. Con ocasión de la duodécima reunión de los ministros de exteriores chino, ruso e indio, en Nueva Delhi, Wang Yi, ministro de Asuntos Exteriores chino, proponía a finales de 2013 que China, Rusia y la India impulsaran su cooperación para alcanzar la condición de aliados estratégicos, coordinándose ante las crisis y disputas internacionales más relevantes (con especial atención a Siria, Irán, Afganistán y la península de Corea), con el objetivo de democratizar las relaciones internacionales y avanzar hacia un mundo multipolar. El ministro chino no olvidó reseñar la importancia de la cooperación para desarrollar la propuesta de la nueva ruta de la seda, con las posibilidades económicas que puede abrir. China ha propuesto también desarrollar un “corredor económico” que una Bangla Desh, India, Birmania y China, con especial atención a los transportes ferroviarios y la construcción de plantas energéticas.
China no apuesta por sustituir a Estados Unidos en una posición hegemónica en el mundo, pero trabaja por desarrollar un nuevo orden mundial, que supere la etapa de predominio norteamericano, fuente de muchos de los problemas actuales. Tampoco quiere verse arrastrada a enfrentamientos militares, aunque no deja por ello de definir las líneas rojas que Estados Unidos no debe traspasar. El viejo mundo vigilado por el gendarme americano está llegando a su fin, y las estructuras políticas internacionales crujen. La ampliación del viejo G-7 y su conversión en el G-8 no han resuelto la práctica inoperancia de este grupo que, hace un cuarto de siglo, pretendía ser un gobierno mundial de facto, dirigido por Estados Unidos. De hecho, el nuevo G-20 es el reconocimiento del fracaso y de la inutilidad práctica del G-7, rasgo que, unido al reforzamiento de la OCS, eje de la política exterior china, y a la aparición de plataformas informales como los encuentros de los BRICS, anuncian ya el nuevo mundo multipolar. Ante ello, no es ninguna casualidad que Susan Rice, asesora para la Seguridad Nacional del gobierno de Obama, insistiese, a finales de 2013, en que Asia era “el principal foco de atención” de su país, asegurando que el sesenta por ciento de su flota estaría centrado en el Pacífico en un plazo de cinco o seis años. Corea del Norte, Japón, Filipinas y el Mar de la China meridional serán escenarios de nuevas disputas.
Estados Unidos todavía no ha renunciado a mantener la supremacía global, y sigue utilizando para ello su capacidad diplomática, su influencia en los organismos internacionales, su peso económico y su impresionante fuerza militar. Continúa siendo la mayor potencia militar del planeta, pero esa circunstancia no le permite, paradójicamente, ganar las guerras modernas ni aumentar su influencia estratégica. Incluso le ha creado problemas entre sus aliados: sus relaciones con Arabia, Israel, Egipto o Pakistán, no pasan por sus mejores momentos, y es obvio que las negociaciones abiertas con Irán son el reconocimiento implícito de los límites de su política exterior. Las guerras se libran como en el pasado, pero también con drones, operaciones secretas, comandos para raptar personas, con el pupilaje de grupos terroristas, la financiación de grupos políticos, con el espionaje planetario de la NSA, como ha puesto de manifiesto el caso Snowden: Estados Unidos se ha adjudicado la condición de modelo a seguir, de democracia ejemplar, que tiene derecho a juzgar al resto de los países, a exigir cambios y decisiones, e incluso a imponer su opinión por la fuerza. Así, es Washington quién decide el grado de democracia de cada país, la justicia de una decisión y la bondad de cualquier política. Quienes se oponen a su visión y a su estrategia, son calificados de tiranías.
Mientras Europa no consigue salir de la crisis para emerger como un protagonista internacional, el nuevo orden mundial que llega estará organizado, con toda probabilidad, alrededor de tres grandes potencias, China, Estados Unidos y Rusia, y una segunda corona de países que, con estatus de potencias regionales, tendrán también protagonismo internacional: India, Brasil, Unión Europea (o, en su defecto, Alemania), y Japón. Estados Unidos se resiste a aceptarlo; sin embargo, la realidad se impone, y las guerras modernas de las que hablaba el general Wesley K. Clark no han traído el fortalecimiento del poder del cowboy pendenciero que siempre ha sido Washington, y otros frentes han aparecido, hasta el punto de que el veterano Henry Kissinger, viejo criminal de guerra y atento lector del mundo que viene, se revela consciente de la disminución del poder norteamericano, y mantiene que el nuevo orden internacional girará en torno a Estados Unidos, China y Rusia: sabe que Washington debe compartir la aurora de un tiempo nuevo
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